María Moliner

María Moliner, el espíritu de una bibliotecaria comprometida

María Moliner se saltó todas las barreras de su época. Eran tiempos de cambios, caían los últimos muros legales que discriminaban el papel femenino en la sociedad. Se convirtió en la impulsora de un cambio social y educativo basado en valores, mejorando la vida de las poblaciones más alejadas. Su obra confluyó en un aporte magistral, el Diccionario de uso del español.

Desarrolló un ideal educativo formando a mujeres y hombres honrados, libres y conscientes de sus derechos y responsabilidades, proporcionándoles una educación práctica e intuitiva, promoviendo el aprendizaje a través de la reflexión. Creó una red de bibliotecas para acercar la cultura a los pequeños centros rurales, favoreciendo así su distribución uniforme.

En 1955 sale a la luz el Diccionario de uso del español, siendo reconocido por personalidades como el nobel de Literatura Gabriel García Márquez que, ante la monumental obra, supo decir: «El diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana».

Más que un mundo de palabras era una interpretación del mundo a través del idioma. «Dadme todas las palabras habladas e incluso soñadas y yo pondré orden y sentido en su aparente caos».


 

A lo largo de la Historia el papel de la mujer ha determinado un aporte de vital importancia en el desarrollo científico, social y humanístico; benemérito es recordar la acción de mujeres con valía que han traspasado su condición, dejando un portentoso legado a la sociedad.

Una de las más reconocidas, y representante de la lexicografía hispánica del siglo XX, es sin duda María Moliner.

Su nombre corresponde a una mujer con valor emprendedor y firmeza en sus convicciones, sencilla y naturalmente encantadora. Perteneció al grupo de pioneras universitarias del primer cuarto de siglo. Brilló por la talentosa proyección universal de su intensa labor y por una trayectoria personal y profesional marcada por los sucesos históricos en los albores del siglo que comenzaba.

Su gran pasión, difundir el interés por la lectura y la verdadera educación fomentando la distribución uniforme de la cultura. Su sueño, la creación de una gran biblioteca bajo un sistema en red. Tuvo en sus manos los instrumentos que le permitieron despertar en la gente el amor por los libros, la lectura y la cultura en general.

Su obra confluyó en un aporte magistral, el Diccionario de uso del español, un referente cultural y un valor moral añadido. María Moliner se había saltado con tesón todas las barreras reales e imaginables de la época. Su acción removió sueños y deseos olvidados que se habían desmoronado. Comenzaban tiempos de cambios de mentalidad, donde empezaron a caer los últimos muros legales que discriminaban el papel femenino en la sociedad.

Fue su protagonismo el que dio paso a nuevos acontecimientos de carácter social y cultural, abriendo nuevos horizontes a los grupos intelectuales de la época y a los movimientos que buscaban la reivindicación de la mujer.

 

Sus primeros años

En las últimas décadas han salido a la luz publicaciones y estudios que han dado relevancia a la presencia de la mujer en los diversos campos del saber, haciendo excepcionalmente visible la contribución de sus vidas y obras. Una de ellas, la más destacada dentro del ámbito lexicográfico, la grandiosa María Juana Moliner Ruiz.

Nacida en Paniza (Zaragoza), el 30 de marzo de 1900, solía decir que nació en el «año cero». Hija legítima de Enrique Moliner, médico de profesión, natural de Illueca, y de Matilde Ruiz, natural de Longares; habían traído al mundo a una pequeña cuyo nombre trascendería más allá del siglo. Antes de ella el matrimonio tuvo dos hijos, Enrique y Eduardo, fallecido dos años después del nacimiento de María, y posteriormente la familia crecería con el nacimiento de una nueva niña, Matilde. Los dos primeros años, María fue cuidada y alimentada por una nodriza. Su madre habría de restablecerse de su precaria salud; sus padres y su hermano iban a verla con regularidad, comprobando que la niña crecía con gracia en aquel ambiente sencillo pero de plácida calidez.

Poco antes de que cumpliera los tres años, la familia se trasladó a Almazán (Soria) provisionalmente antes de trasladarse a Madrid, buscando sin duda mejores horizontes y progreso para su familia. Se afincan en la capital madrileña con el afán de que sus hijos vivieran la renovación pedagógica que en aquellos momentos propugnaba la Institución Libre de Enseñanza (ILE). Estaba basada en la formación integral de la persona, fomentando el desarrollo de las facultades personales, como la creatividad, el humanismo, la ayuda a los demás, etc. Consideraba la educación y la cultura como un importante elemento de cambio en la sociedad española. La situación de las clases bajas y el desarrollo de la mujer en particular, fue lo que probablemente marcó a María, dotándola de esa fe y confianza en su capacidad de crecimiento personal para enfrentarse a las situaciones difíciles que la vida le planteaba.

Su familia se encuentra en una situación económica desfavorable al quedarse desprotegidos del padre, que había marchado a Argentina contratado como médico de Marina y quien, por circunstancias desconocidas, no regresa. Tal hecho determinó que la adolescente de doce años se convirtiera en un gran apoyo para su madre, ayudando a cuidar de sus hermanos, tarea que asumió con gran sentido de responsabilidad y madurez.

 

Etapa estudiantil

En 1910 inició sus estudios de bachillerato como alumna no oficial en el Instituto General y Técnico Cardenal Cisneros de Madrid, siendo para ella una oportunidad de aprendizaje y un gran motivo de superación. Junto con sus hermanos, recibió una educación integral en la auténtica escuela de la vida, adquiriendo valores como libertad y compromiso. En 1915 abandonan Madrid por la difícil situación que la familia atravesaba, decidiendo regresar a Zaragoza.

María continúa sus estudios ingresando en el Instituto General Técnico de Zaragoza, conocido hoy como Instituto Goya, siguiendo la estrategia de presentarse por libre a las asignaturas, luego examinarse y posteriormente ingresar en el instituto de forma oficial. Así, la joven de mirada penetrante, facciones atractivas y grandes trenzas –que la acompañaron parte de su juventud hasta la universidad–, aparece en una fotografía colectiva que agrupa a los alumnos de bachillerato, coincidiendo en su vida estudiantil con personajes que posteriormente serán muy conocidos en el ámbito cultural: Luis Buñuel y Ramón J. Sender, entre otros.

Su avidez intelectual fue, sin lugar a duda, lo que dio a María la oportunidad de vincularse a la Diputación Provincial de Zaragoza, colaborando con el EFA (Estudio de Filología de Aragón), organismo que tenía como proyecto la elaboración de un diccionario de voces aragonesas, rescatando las formas lingüísticas del territorio aragonés y catalán.

 

Una temprana oportunidad

En 1916, a la edad temprana de dieciséis años, María era nombrada secretaria redactora. Fue entonces cuando empezó a trabajar con fichas por primera vez, actividad poco corriente para una mujer, lo que le permitió disponer de un ingreso fijo en un organismo oficial, facilitándole el sustento económico para ayudar a su familia y la garantía de avanzar con su formación y estudios posteriores.

Al formar parte de este proyecto adquirió un valioso conocimiento filológico. Asistía a la sede del EFA al menos una vez por semana, encargándose de la transcripción de papeletas, redactando actas, rastreando en los textos literarios antiguos de voces y documentando su origen y uso, trabajo que compaginó durante sus años estudiantiles siendo bachiller y luego universitaria.

El 8 de abril de 1919 obtiene el título de Bachiller Superior; cumplía los diecinueve años y se matriculaba en la Universidad, ingresando en la Facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza en la especialidad de Historia, única especialidad existente en ese entonces. Optó por lo que podía y no por lo que en realidad habría elegido, al haberse suprimido en 1900 la especialidad de Lengua y Literatura.

Residía en la calle Central, 19-21, lo que hoy es la calle Zumalacárregui, trasladándose a diario a la Universidad, ubicada en ese entonces en el Coso Bajo junto a la plaza de la Magdalena. Tuvo el privilegio de ser una de las pocas mujeres en pisar las aulas universitarias. Aquellos años fueron estimulantes y, al mismo tiempo que estudiaba, planificaba su vida con un claro propósito: ya no era la adolescente que soñaba imposibles.

 

Primeros logros

Obtuvo su licenciatura con sobresaliente y matrícula de honor en 1921, con un brillante expediente académico, dejando traslucir su destacada y laboriosa persistencia en el hecho de que trabajar y estudiar no le impidió mantener tan magnífica trayectoria estudiantil. Era tal su deseo de seguir formándose que realizó cursos de ampliación de estudios en Lengua Latina, Bibliografía y Pedagogía con igual entusiasmo, a pesar de tener una pésima memoria.

Se presenta una nueva oportunidad de participar en un segundo proyecto relacionado con lo que sería décadas después su gran pasión, la revisión del Diccionario de la lengua castellana en su edición de 1914, emprendiendo la tarea de revisar y corregir todas las voces del diccionario oficial, trabajo que le ofrecería una perspectiva completa de la lengua de su infancia y de la castellana en su conjunto. Esta labor la puso en contacto con jóvenes sumergidos en la tarea de recopilar, clasificar y ordenar alfabéticamente vocablos, creando así equipos de trabajo y amistades afines. Este nuevo reto produjo en su mente nuevas luces que alumbrarían su porvenir.

En 1922 preparaba oposiciones para el ingreso en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, siendo destinada al Archivo General de Simancas (Valladolid). Se traslada junto con su madre y hermana, pero permanecerán allí un corto período de tiempo, siendo trasladada posteriormente al Archivo de la Delegación de Hacienda en Murcia, donde es nombrada Ayudante de la Facultad de Filosofía y Letras.

Durante esta época María conoce a Fernando Ramón Ferrando, catedrático de Física de la Universidad de Murcia; tras un corto noviazgo, la pareja, de similares inquietudes intelectuales, contrae matrimonio el 6 de agosto de 1925. A partir de entonces compartirán proyectos comunes de vida familiar y un compromiso personal con la cultura y la ciencia. Quieren transformar el país a través de la educación y la mejora de las instituciones.

 

Plasmación de un ideal

En 1930 se le concede el traslado al Archivo de la Delegación de Hacienda en Valencia, ya que su marido fue nombrado catedrático en la Facultad de Ciencias de esa ciudad. La familia se instala en Valencia, y comienza una etapa profesional en la que puede desarrollarse de acuerdo con sus aficiones y su ideario educativo. La forma de trabajar en equipo que había aprendido y asimilado durante su colaboración con el EFA y la categoría a la que había sido ascendida le concedieron la oportunidad (antes de la Guerra Civil) de unir su esfuerzo con quienes compartían sus mismos ideales, en proyectos como las Misiones Pedagógicas o la Escuela Cossío de Valencia. El objetivo de estas instituciones era formar a mujeres y hombres honrados, libres y conscientes de sus derechos y de sus responsabilidades, proporcionarles una educación práctica e intuitiva y promover el aprendizaje a través de la reflexión. Esta era la oportunidad para que este tipo de educación llegara a los grupos más desfavorecidos de la sociedad.

Se crea el Patronato de Misiones Pedagógicas en 1931 y, dos años más tarde, es nombrada delegada del mismo con la misión de extender la cultura. Así se convirtió en la impulsora de un cambio social y educativo, incorporando ideas nuevas y modernas para la época, como una educación integral basada en valores y no exclusivamente instructiva, que mejorara la vida de las poblaciones más alejadas. Allí llevó representaciones teatrales y proyectos cinematográficos, y creó pequeñas bibliotecas, persistiendo en la idea de crear una biblioteca popular en Valencia, que debería ser el modelo central de las bibliotecas rurales.

Su acción más importante con la red de bibliotecas se inicia en 1935 durante la Segunda República, época en la que desempeña un papel decisivo en la política bibliotecaria. Se constituye la Institución de Justicia Social, destinada a paliar el abismo inmenso que existía en el país entre las ciudades y los pequeños centros rurales, favoreciendo de esta manera la distribución más uniforme de la cultura. Ella sería la encargada de la formación de las personas responsables de los pequeños centros, y de la supervisión de las mismas desde la Biblioteca Escuela, con el fin de mantenerlos activos.

María Moliner presentó su trabajo «Bibliotecas rurales y redes de bibliotecas en España» en el Segundo Congreso Internacional de Bibliotecas y Bibliografía celebrado en Madrid, encuentro al que asiste la élite de los bibliotecarios europeos y españoles. Para este entonces el resultado de las misiones pedagógicas fue la creación de 3151 bibliotecas rurales, por las que habían pasado 198.450 adultos y 269.325 niños.

Al inicio de la Guerra Civil era reconocida su valía, accediendo a cargos de responsabilidad como directora de la Biblioteca Universitaria de Valencia, secretaria de la Subdirección de Bibliotecas Escolares, directora de la Oficina de Adquisición de Libros y Cambio Internacional y delegada en Valencia del Consejo Central de Archivos, Bibliotecas y Tesoro Artístico.

 

Espíritu de una bibliotecaria comprometida

Las autoridades de la Segunda República adoptaron medidas para renovar los organismos gubernamentales, generándose un cambio de rumbo en la política bibliotecaria, determinando así que el Patronato de Misiones Pedagógicas pasase a depender del Consejo Central de Archivos, Bibliotecas y Tesoro Artístico.

Los acontecimientos y circunstancias históricas que se vivieron tras la Guerra Civil y la crisis de 1938 truncaron su acción. El Ministerio de Educación Nacional le impuso una sanción, postergando su tarea durante tres años e inhabilitándola para el desempeño de puestos de mando o de confianza.

Desde los diversos puestos de responsabilidad que ocupó, demostró siempre lealtad y compañerismo sin intereses personales. Su intención siempre fue que la educación y la cultura llegaran a todos los estratos sociales, rechazando cargos políticos y demostrando entereza en los momentos más difíciles.

Su proyecto de base era un plan de organización general de Bibliotecas del Estado. Probablemente está considerado como el mejor Plan Bibliotecario de España, que de haberse puesto en marcha hubiera dado como resultado la incorporación al progreso de todos los estratos de la sociedad. Su ingeniosa idea es tan progresista que hoy sigue vigente, siendo un contenido en el manifiesto de la UNESCO.

Fueron muchos los años de postergación e inhabilitación para ocupar puestos de responsabilidad acordes con sus capacidades intelectuales, educativas y culturales. Sin embargo, siempre llevó consigo su espíritu de luchadora. Nunca consideró correcto el camino del exilio, viviendo años de dureza y olvido; ello hizo que María retomara recuerdos de su vida, proyectos dejados, trabajos inacabados en su juventud.

Antes de trasladarse a Madrid en 1946 surgió en María la idea de comenzar a elaborar un diccionario que fuera «un instrumento para guiar en el uso del español tanto a los que lo tienen como idioma propio como a aquellos que lo aprenden», ya que pensaba a este respecto que faltaba en esta lengua un diccionario que ayudara no solo a descifrar mensajes, es decir, a entender las palabras y los enunciados, sino también a cifrarlos, o sea, a expresar las ideas con precisión y corrección.

A partir de su formación filológica, de la experiencia lexicográfica y de su propia perspicacia lingüística, creó un diccionario que rompió con la manera tradicional de concebir la lexicografía. Calculaba que su redacción le llevaría unos seis meses de trabajo, que se convirtieron en unos quince largos años. A la edad de cincuenta años se embarca en una aventura intelectual colosal; su empresa era humanamente desproporcionada. Consciente de su desmesura, la emprendió con tenacidad, haciendo que fuera posible llegar al fondo de su motivación.

Una vez iniciado, el diccionario empieza a crecer y a tener vida propia. María descubre que en su cabeza ya está ese diccionario; más que un mundo de palabras, era una interpretación del mundo a través del idioma. Tiene una teoría que necesita ser expresada, una concepción de la gramática que desea compartir. Sus primeras entradas, expresiones, revelan que es una filóloga vocacional. Un impulso insuperable la llevó a plasmar aquel proyecto sin límites; la larga gestación de su obra y el empeño posterior que puso en mejorar su diccionario fue el gran reto de su vida.

Más de quince horas diarias de trabajo; así fue su vida desde 1952. Se trataba de un trabajo individual y constante, de enorme intensidad. No contaba con un despacho propio, sus instrumentos de trabajo fueron una Olivetty Pluma 22, libros de consulta y las fichas que invadieron la casa poco a poco. «Dadme todas las palabras habladas e incluso soñadas y yo pondré orden y sentido en su aparente caos». Para ella, el diccionario constituía la forma de ordenar y sujetar el mundo.

 

El trabajo silencioso

Su aventura intelectual, esa pasión que le hacía volver a casa cada tarde envuelta en un halo de euforia, transcurría en medio del silencio de la posguerra. Pocas mujeres elaboraban entonces obras propias o se habían dejado seducir por la creación, pero quienes lo intentaban lo hacían casi secretamente. María apenas tuvo relación con algunas de las mujeres cultas que sobrevivían y trabajaban en medio del silencio.

A pesar de compartir aficiones con muchas de ellas no solía involucrarse, en parte por su temperamento independiente y, sobre todo, por su trabajo filológico. Mantuvo contacto con Carmen Conde, sus amigas de Valencia, María Brey, María Muñoz y la amistad con Consuelo Vaca. En su círculo de amigos también estaba Rafael Lapesa y su esposa Pilar Lago que, junto con Consuelo Vaca, Soledad Ortega e Isabel García Lorca, formaron parte del núcleo de mujeres que en 1953 refundaron Mujeres Universitarias. Se sentían herederas de la asociación Juventud Universitaria Femenina, creada por Clara Campoamor y María de Maeztu en 1920, que se integró en la AEMU (Asociación Española de Mujeres Universitarias), a la que María no tardó en asociarse también.

Entre la década de los 50 y comienzos de los 60, su exilio interior se transforma en una atmósfera creadora; una segunda etapa de su vida interior transcurre despojándose de todo lo que no redunda en su familia o en su obra. Solo importaban los afectos: sus hijos, su marido, sus amigos más íntimos y la vida cotidiana práctica.

 

La luz de su intelecto

En 1955 la noticia de su actividad llegó a oídos de los socios de la Editorial Gredos, que supieron valorar la importancia de aquella investigación: la publicación de un diccionario que había escrito una mujer con semejante erudición y, además, destinado a competir con el diccionario de la RAE. Deciden arriesgarse y firman un contrato con la autora.

En determinados lapsos de tiempo tuvo como colaboradoras a María Luisa Puig y Trinidad Sanz, quien participó en la fase final del diccionario. María tenía en cuenta la forma de hablar de la gente y la coherencia de las expresiones; además estudiaba el vocabulario de los periódicos, le parecía que allí estaba el idioma vivo, el que se usa inventando las palabras al momento por necesidad. Era una trabajadora incansable, minuciosa, detallista y perfeccionista, sus editores estaban maravillados con el Diccionario.

Al comenzar 1960 prácticamente tenía ya realizado su trabajo, había entrado en la fase de las correcciones, cambios, avances; le gustaba reflexionar sobre construcciones gramaticales y darle vueltas a sus reglas y posibilidades, hasta resolver por sí misma algunas de sus propias dudas. En 1966 y tras varias lecturas del diccionario, sale a la luz el Diccionario de uso del español.

La dedicatoria del Diccionario indicaba que había llegado a la meta, que estaba en paz consigo misma y que compartía ese triunfo con su familia. En el prólogo deja escrito: «A mi marido y a nuestros hijos les dedico esta obra terminada en restitución de la atención que por ella les he robado». Toda una declaración de vida.

Con el diccionario ya en las librerías los reconocimientos de aquella proeza en el mundo intelectual le dieron su merecida popularidad. La directora de la editorial Gredos menciona como titánica su obra. La escritora Almudena Grandes dijo sobre ella: «Había hecho ella sola lo que no habían hecho todos los académicos en doscientos años».

Uno de los elogios más sentidos y que más han contribuido a difundir la figura y obra de María Moliner fue el del nobel de Literatura Gabriel García Márquez. Agradeció aquel regalo asegurando que encontró en su obra a alguien que sin saberlo había trabajado para él durante muchos años, una persona única que pretendía agarrar el vuelo de todas las palabras de la vida para ponerlas a disposición de todos los que utilizan el español para expresarse. Reconoció que María había escrito el diccionario «más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana».

Había estado trabajando incesantemente durante quince años para ofrecer a los lectores su obra de dos tomos de casi tres mil páginas y tres kilos de peso, según un artículo publicado en El País, el 12 de febrero de 1981; dos veces más largo y mejor que el de la Real Academia de la Lengua. También hubo quienes consideraron que su diccionario estaba escrito con un don más intuitivo que académico, pues en él se vertían definiciones que servían para escritores, traductores, estudiantes, gente común capaz de deleitarse con la idea que buscaban.

El exilio interior acabó para María Moliner en 1967, el diccionario le devolvió su identidad genuina, unida ahora al vértigo de una proyección inesperada. El mundo intelectual la felicitaba, las mujeres la admiraban tomándola como símbolo. La felicidad que le proporcionó la publicación de su diccionario fue intensa; en cierto modo, fue volver a vivir o renacer.

 

El ocaso de una creadora

Mientras su obra seguía deparándole satisfacciones, los problemas de salud de su marido y la ausencia de sus hijos, que vivían en el exterior, determinarían en ella la pérdida de sus fuerzas. En marzo de 1970 se jubila, alejándose de su trabajo; era el fin de un período laboral dilatado. Ahora disponía de tiempo para preparar la segunda edición de su obra. A pesar de los elogios recibidos, era consciente de sus carencias y de la necesidad de mejorar. El diccionario había sido su resurrección, era sin duda la obra que justificaba su vida.

En 1972 es lanzada como candidata para ocupar el sillón B de la Real Academia Española de la Lengua, causando expectación en el mundo cultural y periodístico. Intelectuales como Rafael Lapesa y la poetisa Carmen Conde defendieron su candidatura, reclamando la presencia de la autora del DUE, (Diccionario del uso del español) en la Academia, por sus valiosas aportaciones y sobre todo para que la RAE incorporase a una mujer. Pero difícilmente los representantes académicos podían ofrecer ese derecho a la lexicógrafa, argumentando prejuicios machistas que, en consecuencia, no permitieron admitir en el círculo institucional a una mujer.

Como era obvio, muchas mujeres y hombres no entendieron aquel rechazo, siendo Moliner una figura popular y conocida. Fue tanto el revuelo del movimiento femenino que no tardaron en incorporar a la Academia a Carmen Conde, poetisa, primera mujer en ingresar en la Real Academia. Siempre aseguró estar ocupando una plaza que en realidad correspondía a María Moliner. Esta fallida candidatura hizo que recibiera merecido reconocimiento y elogios de muchas personalidades de las letras de varias generaciones.

En realidad, los filólogos españoles no supieron estimar la importancia del DUE al principio. «Fueron los hispanistas extranjeros los que sí se dieron cuenta de su valor», precisa María Antonia Martín Zorraquino. Emilio Lorenzo sostiene que «los lingüistas del futuro, si tienen interés por la evolución de la lengua española, podrán, gracias a María Moliner, utilizar un arsenal de datos que serán claves para el entendimiento de cuantos hechos lingüísticos tienen su proyección en el tiempo».

Pasado el tiempo, la Academia era un tema cerrado, cierta sensación de soledad la invadía, necesitaba alguna pequeña agitación para sentirse viva; seguía abordando su acción en la búsqueda de palabras en periódicos y novelas, su obsesión era seguir actualizando el diccionario y ponerlo al día. Pero empieza su fragilidad, teniendo problemas de memoria que le obligan a abandonar la tarea, interrumpiendo su trabajo.

El verano de 1974 fue el último que pasó en la Pobla. A la vuelta de las vacaciones muere Fernando, dejando en ella un profundo vacío. Empezó a decaer sumergiéndose en el olvido. Las palabras la abandonaron; pasó los últimos años en Madrid refugiándose en sus plantas con la compañía de sus hijos y nietos. Después de cinco años de enfermedad moría el 22 de enero de 1981, dejándonos la grandiosa herencia de su diccionario, que está en la mente colectiva de todos los que hablan y estudian la lengua castellana.

Fue una mujer excepcional que supo vivir con discreción y heroicidad. Su vida estuvo siempre marcada por un constante afán de superación. En el centenario de su nacimiento se la homenajeó con el gran acontecimiento del Encuentro de Lexicógrafos, celebrado en Zaragoza en noviembre de 2002.

 

Bibliografía

De la Fuente, I. El exilio interior, La vida de María Moliner. Turner Publicaciones S.L. Madrid, 2011.

  1. AA. Centenario María Moliner. Institución Fernando el Católico. Diputación de Zaragoza. Zaragoza, 2001.

Jiménez, M. A. La lexicografía hispánica ante el siglo XXI, balance y perspectivas. Gobierno de Aragón e Institución Fernando el Católico. Zaragoza, 2003.

Merino, E. Mujeres geniales de la historia. Ed. NA. Madrid, 2004.

Marco, M. P. María Moliner y las primeras estudiosas del aragonés y del catalán de Aragón. Rolde de Estudios Aragoneses. Zaragoza, 2010.

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