Margot Fonteyn

Margot Fonteyn, la elegancia del ballet clásico

Margot Fonteyn, nació en Reigate (Inglaterra) en 1919. Con dieciséis años se convirtió en una primera figura del Royal Ballet de Londres. Su extensa y siempre ascendente carrera se reavivó al formar pareja artística con Rudolf Nureyev, veinte años más joven. Juntos cosecharon los mayores éxitos en los escenarios más prestigiosos del mundo durante años.

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1968 fue un año muy especial para el Festival Internacional de Música y Danza de Granada, que aún permanece en la memoria de todos los que pudimos disfrutarlo y quedó grabado con letras de oro en su historia. Nos visitaron artistas tan ilustres como los pianistas Arthur Rubinstein, Alfred Brendel, Bruno Gelber y Joaquín Achúcarro, directores como Zubin Mehta y Antal Doráti, el violinista Christian Ferras y la soprano Montserrat Caballé acompañada por el pianista Miguel Zanetti. Pero los más destacados fueron sin duda dos estrellas geniales que formaban la pareja de ballet más famosa del momento: Margot Fonteyn y Rudolf Nureyev. Un verdadero milagro poderlos ver junto a tantas celebridades en tan pocos días. «¿Hay quien dé más?», se preguntaba el joven crítico José Antonio Lacárcel, que debutaba por estas fechas como cronista musical en el periódico Ideal de Granada.

Mis recuerdos se amontonan y me hacen retroceder con nostalgia evocando aquella noche memorable en los Jardines del Generalife, donde vi por primera vez a la pareja que durante casi quince años fue la más famosa de todo el s. XX en el ballet clásico mundial. Con un calor poco habitual para las noches granadinas, el escenario del Teatro del Generalife se preparaba para recibirlos con el Royal Ballet de Londres.

En el programa se anunciaba Giselle, la primera obra que unió a la pareja en 1961 y una de las más puras joyas del ballet romántico, basada en la conocida historia de Heine con música de Adolphe Adam. Los paseos que dan entrada al Generalife, bordeados de altos cipreses que parecen buscar el cielo, erguidos como espadas flamígeras, y los más pequeños que hacían de telón de fondo en el escenario, creaban un bosque de ensueño vertical que nos elevaba el alma. En el foso, afinaban sus instrumentos los músicos de nuestra Orquesta Nacional, y el ambiente no podía ser más mágico y prometedor.

Había una gran expectación por ver a la pareja del momento, y el milagro se produjo cuando aparecieron los protagonistas: una bailarina excepcional, la bella campesina Giselle encarnada por Margot Fonteyn, y un bailarín no menos genial, Rudolf Nureyev, dando vida al personaje de Albert. «Hasta hoy, nada ni nadie ha podido repetir el milagro. Dichoso y bendito debut de un pobre cronista que esa noche pensó que el cielo también puede estar en la tierra, en los Jardines del Generalife por ejemplo». Así terminaba nuestro cronista granadino, y ahí tuve yo la suerte de ver por primera vez a la mejor pareja de ballet de todos los tiempos.

Margot Fonteyn, nombre artístico de Margaret Hookham, nació en Reigate (Inglaterra) el 18 de mayo de 1919, hija de un ingeniero británico y de una industrial brasileña, y comenzó sus estudios de ballet a los seis años en la ciudad de Hong-Kong, donde su familia se había instalado temporalmente.

En 1933 regresaron a Londres y tuvo ocasión de estudiar con Serafina Astafieva, ingresando un año más tarde en la escuela del Ballet de Sadler-Wells, con cuyo cuerpo de baile debutaría en 1935 actuando en el Cascanueces de Tachaikovsky; ese mismo año, Alicia Markova se marchó de la escuela, lo que dio a Margot la oportunidad de interpretar muchos de sus papeles y ser pronto ascendida a prima ballerina de la compañía, que pasó a llamarse finalmente Royal Ballet de Londres. Con dieciséis años se había convertido en primera figura y siguió siéndolo hasta que se retiró a los sesenta,

aunque estuvo bailando «extraoficialmente» hasta los sesenta y siete, poco antes de contraer el cáncer que la llevaría al cielo.

El célebre Frederick Aston la consideró su musa durante más de veinticinco años, creando muchas coreografías para ella, cuya carrera fue siempre en ascenso. Una de sus más bellas creaciones fue sin duda Marguerite y Armand, que recreaba la historia de los amantes que Verdi inmortalizó en La Traviata y que la famosa pareja Fonteyn-Nureyev bailaba con la música de la Gran Sonata de Liszt. Una maravilla que ha quedado para la historia.

Margot Fonteyn poseía una figura excepcional, unos bellos y expresivos ojos negros y un cuerpo perfecto para bailarina a pesar de sus frágiles pies, que tanto le hicieron sufrir. Su elegante línea y refinado estilo hacían de ella el símbolo por excelencia de la danza clásica y fueron causa de que muchos otros coreógrafos famosos realizaran ballets para ella. Ninette de Valois, la mayor impulsora del ballet británico, la tuvo como su pupila, según nos cuenta la propia Margot en su autobiografía:

«Mi vida como bailarina estuvo regida por Ninette de Valois, una maravillosa e impredecible mujer. En aquellos días ella bailaba, coreografiaba y dirigía la escuela y la compañía. Después de ensayar durante todo el día con nosotros y de ocuparse de los asuntos administrativos en su oficina, se ponía la ropa de práctica y hacía su propia barra para prepararse para la función de la noche. De Valois sobresalía en papeles como la Swanilda de Coppelia, roles para los que contaba con un fuerte sentido del humor y de la caracterización. Tenía bellas piernas y una hermosa cabeza que llevaba con gran distinción. Sus movimientos eran rápidos, igual que su temperamento. Una vez me contó que tomaba dos aspirinas, un baño caliente y una copita de cherry para relajarse antes de la función. Aun así yo la recuerdo en el escenario haciendo brisés que parecían más veloces que la luz».

En diciembre de 1955 contrajo matrimonio con Roberto Arias, «Tito», un diplomático panameño que poco después tomó posesión de su cargo como

embajador de Panamá en la Corte de San James, colmándola de lujos y exquisiteces. Pero el destino quiso que en 1961, cuando Margot estaba ya pensando en retirarse y su carrera comenzaba a declinar, conociera a Rudolf Nureyev, el bailarín ruso veinte años más joven que ella, que acababa de desertar de su país y había fijado su residencia en Londres.

Ninette de Valois no dudó en invitarlos a bailar juntos y el tándem resultó tan acertado que el éxito de su primera Giselle fue una auténtica revelación, siendo aclamados a partir de entonces en todos los escenarios del mundo, no solo por su impecable interpretación de los ballets del repertorio tradicional, sino por las coreografías que se crearon especialmente para ellos. Los dos formaron una pareja emblemática, interviniendo también en diversas producciones cinematográficas y televisivas.

«Nuri», como cariñosamente lo llamaba, significó para ella una segunda juventud. Su vitalidad desbordante la arrastraba fuera y dentro de los escenarios, creando entre ellos una complicidad inigualable que encandilaba a todos los públicos. Pero un día, mientras los bailarines se preparaban para salir a escena, llegaron noticias de que habían disparado a «Tito» en un atentado perpetrado en una calle de Panamá.

Margot respondió a su marido con la devoción de una madre y fue abandonando poco a poco el glamour de Londres para establecerse con él en su finca de Panamá. Lo dejó todo menos el baile, pues continuó danzando varios años, más que nada para pagar los costosos tratamientos médicos de su marido, que finalmente murió en 1989.

Ella moriría dos años más tarde, el 21 de febrero de 1991, a los setenta y un años, en el Hospital Paitilla de Panamá. Nureyev costeó el tratamiento contra el cáncer que la iba devorando por dentro, pero todo fue inútil. En su lecho de muerte agitó los brazos, como si quisiera elevarse hacia el cielo, haciendo una extraña figura de ballet con la que expresaba su despedida de este mundo.

Cumpliendo su deseo, fue enterrada en el panteón familiar de los Arias en el Jardín de la Paz de Panamá.