Simone Weil

Mujeres Geniales - Filosofía

«Simone Weil amó de verdad el orden y la jerarquía más que muchos que se llaman a sí mismos conservadores y, al mismo tiempo, amó de verdad al pueblo más que muchos de los que se llaman a sí mismos socialistas» (T. S. Eliot).

Además de ser una de las filósofas más importantes de comienzos del s. XX, Simone Weil es sin duda la que estuvo más implicada, a lo largo de su corta vida, en poner en práctica sus ideales filosóficos de educación y de justicia para lograr una humanidad más sabia y más libre.

Nacida en París, se sentía ciudadana del mundo y luchó heroicamente por mejorarlo, aportando nuevas ideas, tanto políticas como sociales y religiosas, extremadamente avanzadas para su época, participando activamente en todas ellas a pesar de su frágil naturaleza. Fue siempre una mujer absolutamente sincera y coherente, dotada de un inmenso valor y una gran nobleza, que hizo frente a la vida entregándose a los demás de una forma absolutamente pura e incondicional.

Después de más de cien años de su nacimiento, filósofos, teólogos, sociólogos y lectores de todo el mundo se sienten atraídos por la autenticidad y la lucidez de su pensamiento. Su concepción del amor y de la belleza, de la libertad y el compromiso, llevaron a Simone Weil a entregar su vida como una ofrenda permanente, viviendo una nueva forma de santidad por encima de todos los sistemas políticos y dogmas religiosos.

 


 

 

Simone Weil: filósofa, mística y socialmente comprometida

«El Amor ha descendido por amor a este mundo en forma de Belleza» (Simone Weil, Cuadernos de América, 1942).

Además de ser una de las tres mujeres filósofas más importantes del s. XX, junto con María Zambrano y Hannah Arendt, Simone Weil es la que estuvo más implicada en poner en práctica sus ideales de educación y de justicia para lograr una humanidad más sabia y más libre.

Su pensamiento se manifiesta en tres direcciones: una búsqueda de la verdad, que la lleva a estudiar Filosofía y a interesarse por todas las manifestaciones religiosas, una pureza natural que se asombra ante la belleza y una vulnerabilidad ante la desgracia de las clases más desprotegidas, que la llevó a trabajar como obrera junto a los trabajadores para tratar de entender sus angustias, luchando por mejorar sus vidas.

Su rebelión contra la ignorancia y la injusticia del orden social imperante la hacían estar muy por encima de cuantos solo hablaban de teorías. Ningún intelectual de izquierdas, a cuyos líderes comenzó admirando, había intentado antes que ella comprender, ni menos experimentar, la vida cotidiana de los obreros, su tristeza, su desesperación, su cansancio y sus angustias vitales.

Su vida fue una continua ofrenda de amor hacia los demás, un ejemplo de dación y sacrificio en el mejor sentido de esta palabra. Renunció a una forma de vivir cómoda para vivir con absoluta austeridad; pasó de ser una profesora universitaria de prestigio y brillante porvenir a trabajar como obrera en una fábrica en condiciones infrahumanas; y de ser una preciosa niña mimada perteneciente a la alta sociedad, a convertirse en una miliciana.

Filosofía y compromiso

Según Ferrater Mora, los temas capitales de la filosofía de Simone Weil pueden resumirse en este aforismo suyo: “Dos fuerzas reinan en el universo: la luz y la gravedad” (la “pesantez”). La luz es lo sobrenatural, la gracia; la pesantez es la naturaleza. La luz ilumina la pesantez y la atrae hacia sí, elevándola. La pesantez se hace, en efecto, liviana por medio de la caridad, la cual es a la vez religiosa y humana, pues transforma las almas y a la vez las mismas condiciones de vida. La experiencia religiosa no es necesariamente, algo que solamente pueden vivir los “intelectuales”; es algo que pueden vivir los humildes, los obreros.

Simone Weil aporta claves para establecer un nuevo orden social basado en la justicia, lo que exige, a su vez, una primacía del deber moral sobre el derecho positivo. Ella aboga por un orden social en el que las necesidades del cuerpo y del alma queden satisfechas para todos. Es un caso realmente raro y excepcional de intelectual idealista, comprometida y luchadora, en medio del ambiente positivista y ateo que la rodeó.

Su familia proporcionó a Simone una exquisita educación, y su mundo estuvo siempre enriquecido de profundas experiencias culturales, artísticas y científicas, desarrollando en ella una especial sensibilidad para la belleza. Su vocación por la carrera de Filosofía y su interés por el estudio de las religiones es también una exploración de los más profundos abismos del ser humano. Fue una de las primeras mujeres que se graduaron en la prestigiosa École Normale Supérieure de París, con el título de «agregée de philosophie», reservado solo a los graduados más brillantes. Es una buscadora insaciable de la verdad, que intuye oculta detrás de todo lo que percibe. Es una autora solitaria, sin tradición ni herederos, que casi fue olvidada tras su prematura muerte, pero que hoy nos fascina por su intensa biografía, por su forma de vincular sus ideas sociales, filosóficas y místicas a sus vivencias cotidianas. Aunque nunca llegó a pertenecer a ningún partido ni a ninguna religión, pues su idea de justicia estaba siempre muy por encima de las ideologías y de las religiones establecidas, siempre tuvo claro su compromiso en la defensa de los derechos humanos, del derecho de todos a la educación y a una vida digna.

A pesar de su corta vida (1909-1943), Simone Weil vivió no solo las dos guerras mundiales del siglo XX en Europa, sino que también tomó parte en la guerra civil española, incorporándose como voluntaria a las filas republicanas. La guerra era para ella el peor de los males, pero consideró que, cuando ya no se puede impedir, cada cual debe tomar parte en esa calamidad con el grupo a que pertenece. Fue breve, pero dura, la experiencia en España, a la que se había entregado creyendo colaborar en una buena causa y de la que salió horrorizada, comprendiendo que la ignominia campeaba por todas partes y en todos los partidos. A partir de entonces se hizo cada vez más independiente y más liberal en sus posturas políticas, sin abandonar por ello sus ideales, su buen carácter ni su sentido del humor. A pesar de su delicada salud, su fuerte personalidad se fue haciendo cada vez más grave, más calmada y dulce.

Tres experiencias místicas

Los Weil eran judíos agnósticos y ajenos a la tradición judía. Ella definirá a sus padres como librepensadores y afirma haber sido criada en la tradición helénica, cristiana y francesa, sin ninguna formación religiosa. Fue ya adulta cuando se interesó por la historia de las religiones.

En 1935, tiene una primera experiencia mística en Portugal. Simone acababa de salir de la dura experiencia de su primer trabajo en la fábrica de electricidad Alsthon, que la había dejado marcada para siempre por una nueva noción de la esclavitud que sintió en su propia carne. Ella misma lo narra:

«En unas condiciones físicas miserables, llegué a ese pequeño pueblo portugués –que era igualmente miserable– sola, por la noche, bajo la luna llena, el día de la fiesta patronal. El pueblo estaba al borde del mar. Las mujeres de los pescadores caminaban en procesión junto a las barcas; portaban cirios y entonaban cánticos, sin duda muy antiguos, de una tristeza desgarradora. Nada podría dar una idea de aquello. Jamás he oído algo tan conmovedor, salvo el canto de los sirgadotes del Volga. Allí tuve de repente la certeza de que el cristianismo es por excelencia la religión de los esclavos, de que los esclavos no podían dejar de adherirse a ella, y yo me sentí entre ellos».

Dos años más tarde viajó a Italia. Fue una de las etapas más felices de su vida, visitando museos e iglesias, asistiendo a conciertos, teatros y óperas, y disfrutando de la belleza de cuantos lugares visitaba. En Asís, tiene su segunda experiencia mística: «… algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a ponerme de rodillas».

La tercera experiencia tendrá lugar en 1938 en Francia, en la abadía de Solesmes. El doctor Weil tuvo que recurrir a un conocido suyo para conseguir dos entradas, una para su mujer y otra para su hija. Ambas pudieron disfrutar así de diez días en Semana Santa. Simone no se quiso perder ningún oficio, cosa que a la gente le extrañó, dado que ella no era católica:

«Tenía unos dolores de cabeza fortísimos; cada sonido me dolía como un golpe; pero un extremo esfuerzo de atención me permitía salir de esta miserable carne, dejarla que sufriera sola, acurrucada en su rincón, y encontrar una alegría interior pura y perfecta en la inaudita belleza del canto y las palabras. Una experiencia que me permitió, por analogía, experimentar el amor divino a través de la desgracia. No hace falta decir que durante esos oficios el pensamiento de la Pasión de Cristo penetró en mí para siempre».

Conoció en Solesmes al joven católico Charles Bell, que le habló de los poetas místicos ingleses, especialmente de George Hebert, autor del poema Love, que tanto impactó a Simone desde su primera lectura. Lo memorizó y lo recitaba frecuentemente en esos días como una oración. Fue en una de estas recitaciones, según le cuenta más tarde al dominico J. M. Perrin en una extensa carta conocida como su autobiografía espiritual, cuando sintió la presencia de Cristo.

Simone Weil, que nunca quiso pertenecer a la Iglesia católica, parece haber experimentado un proceso gradual que coincide tanto con las clásicas fases del proceso místico cristiano como con el recorrido de los místicos de otras culturas y confesiones: la fase purgativa, la fase iluminativa y la fase unitiva. Su experiencia mística es tan natural e involuntaria como la enfermedad que lastró su vida, una sinusitis frontal larvada que le producía intensas jaquecas. Es curioso que ella misma llegó a aceptar como divisa el verso de Esquilo: «Por el sufrimiento llegamos al conocimiento», antes de conocer, a través de la doctrina budista, que el dolor es vehículo de conciencia.

El sentido de la «descreación» –el término acuñado por ella para referirse al acto creador de todo lo existente– es a lo divino lo que la muerte del yo es a lo humano. Para ella, la creación del mundo es, como el desarrollo del místico, un acto negativo, puesto que es consecuencia de la renuncia de Dios, que se retira, con el fin de que las cosas puedan evolucionar por sí mismas. Para ella, «El mundo es la ausencia de Dios, su distancia que llamamos espacio, su espera, que llamamos tiempo, y su huella, que llamamos belleza».

Son el esfuerzo y la atención los dos valores que destaca como los más necesarios y que ella trata de integrar continuamente en su vida. A ellos alude con frecuencia en sus escritos: «Aunque los esfuerzos de atención fuesen durante años aparentemente estériles, un día, una luz exactamente proporcional a esos esfuerzos inundará nuestra alma».

Una infancia feliz

Su infancia fue realmente feliz, llena de cariño, lo que contrasta con la dureza y la austeridad que ella misma se impuso luego, cuando fue despertando su conciencia y afirmando su compromiso personal con la humanidad.

Nació el 3 de febrero de 1909 en París. Su padre era un reconocido médico, y su madre, perteneciente a una familia rusa culta y refinada de origen vienés, una artista en potencia que tocaba el piano y cantaba admirablemente. Su hermano André, dos años mayor que ella, siempre destacó por sus dotes intelectuales y llegó a ser un prestigioso matemático.

Simone se desarrolló sana y feliz hasta los seis meses. Pero su madre tuvo una crisis de apendicitis que le obligó a someterse a un riguroso tratamiento que, aunque no impidió que siguiera amamantando a la pequeña, hizo que esta se sintiera afectada y su salud quedara ya resentida para siempre. Tardó mucho en crecer y comenzar a andar, siendo siempre débil y enfermiza físicamente.

La señora Weil se la llevaba, junto con el pequeño André y una doncella, a los jardines de Luxemburg, tomando cada mañana el tranvía para que la pequeña pudiera respirar allí un aire más puro que el del Bulevar de Strasburg donde tenían su casa. Puede decirse –afirma en su biografía Simone Pétrement– que la niña estuvo enferma de los once a los veintidós meses, sin esperanza apenas de que volviera a ser una criatura normal. A los cuatro años fue operada de apendicitis y estuvo a punto de morir.

En 1913, la familia pasó el mes de agosto en Suiza. Toda la familia amaba profundamente la naturaleza; los niños solían sentarse a contemplar las puestas de sol y no querían acostarse por la noche hasta ver salir la luna.

De vuelta a París, se instalan en el Bulevar Saint-Michel, donde vivirían hasta 1929. André estudiaba ya en el instituto Montaigne y a Simone le gustaba acompañarlo con su madre cuando iba y volvía en el tranvía, interesándose durante el trayecto por todo lo que a él le habían enseñado en clase. La pequeña admiraba profundamente a su hermano y estaba orgullosa de poder acompañarle en todas sus aventuras.

Cuando en 1914 se declaró la guerra, el doctor Weil fue destinado a Neufchâteau, a un hospital de enfermos de tifus y la señora Weil se instaló allí con toda su familia: sus dos hijos, su suegra y el perro. El 14 de diciembre, Selma Weil escribía a una amiga: «Los hospitales están a rebosar de enfermos y de heridos y aunque mi marido no me haya dejado hasta el momento que yo vaya a ayudar, todo el tiempo que me dejan libre los niños lo dedico a confeccionar ropa de abrigo, arreglos y remiendo de sábanas, camisas, etc. Y casi todos los días vamos también a llevarles naranjas, magdalenas, periódicos… a pesar de lo cual una se avergüenza de hacer tan poco frente a una miseria tan grande…».

En Neufchâteau, Simone, que tenía entonces cinco años, empieza a aprender las letras con su hermano. Uno de sus primeros libros de lectura, cuenta su madre, fue Cyrano de Bergerac, del que los hermanos se sabían pasajes enteros de memoria y que les gustaba representar a menudo.

En 1915 el doctor Weil fue enviado a Mayenne y allí alquilaron una casa con un precioso jardín lleno de diferentes tipos de rosas, por las que el anterior dueño de la casa había tenido verdadera pasión.

La pequeña Simonette se iba haciendo una verdadera mujer que sabía desplegar su encanto a las mil maravillas. «Está atravesando un periodo de irritabilidad y de caprichos que no entiendo bien, no hay quien pueda con ella», comentaba su madre. «Su obstinación es realmente indescriptible y ni su padre ni yo nos explicamos a qué pueda deberse. Se enfrenta con nosotros sin amilanarse, con un aplomo y una seguridad más bien cómicos para su edad (muchas veces mi marido no puede contenerse y en medio de una escena de estas le entra de repente la risa). Seguramente la he mimado demasiado e incluso ahora sigo mimándola, no puedo evitarlo, y besándola más de lo que debería hacerlo».

Su infancia fue una infancia feliz, arropada por el amor de una familia muy unida y muy preocupada por la educación integral de sus hijos. En los dos hermanos se desarrolló una gran pasión por la literatura, y su madre comenzó a darles clases de música. Cualquier pasatiempo se convertía para ellos en un juego intelectual. Su madre hubiera preferido verlos correr por el jardín más que inclinados sobre sus cuadernos, pero Simone leía sin parar, comprendiendo y asimilando cuanto caía en sus manos. «Simone tiene un deseo tal de aprender que sería una pena no aprovechar este estupendo entusiasmo, y me encantaría que pudiera ser dirigida en este sentido por una persona inteligente y experimentada como usted», escribía preocupada su madre a la señorita Gabrielle Chaintreuil. Afortunadamente, poco después Simone pudo ser su alumna, como lo fuera antes su hermano, en el instituto Montaigne.

Siempre fue una niña muy sociable y cariñosa, apasionada por su familia y sus amigos, indignada ante las injusticias, valerosa y paciente; inteligente, siempre interesada por descubrir todo lo que ella consideraba importante saber en la vida.

Adolescencia

A los catorce años Simone forjó en su interior la figura de un amigo íntimo, escondido y oculto a los demás, al que podía confiarse en sus cuadernos. Se había ido haciendo cada vez más solitaria y rebelde, pero todo su ser era de una exquisita sensibilidad, que ella trataba de disimular asumiendo actitudes y vestimentas viriles. Su fuerte voluntad le prohibía cualquier signo de debilidad.

La mayoría solo veía en ella a una persona absolutamente intelectual, de cuerpo endeble y a menudo torpe y desangelado en sus movimientos.

Le gustaba llevar ropa de corte masculino y zapatos de tacón bajo, y nunca llevaba sombrero, algo que entonces era lo normal en la alta burguesía a la que su familia pertenecía. Los deberes que ella misma se había impuesto le exigían virtudes viriles.

Según afirma Simone Pétrement, ella misma confesó a sus alumnas que «había decidido no pensar en el amor mientras no supiera exactamente qué es lo que le pedía la vida», y así lo hizo, ganándose entre los círculos más conservadores que la atacaban el apelativo de «la virgen roja».

Años más tarde dejaría adivinar sus sufrimientos e incluso, su esencia femenina, reflejada en sus valores de sabiduría y de amor a los más débiles. Pero el hecho de que al principio se prohibiera todo asomo de fragilidad y casi únicamente se preocupara por templar su carácter haría después que esa debilidad de su condición femenina, fueran conmovedoramente bellos.

No sabía lo que era susceptibilidad; las heridas de amor no las tomaba en cuenta, y no dudaba en ir en busca de quienes creía que no la querían. Parecía como si desconociera lo que es el rencor, como si fuera incapaz de ira respecto de aquello que únicamente afectaba a su persona. Estaba, en este sentido, muy por encima del nivel común, más incluso por la pureza de sus sentimientos y la fuerza de su carácter que por su propia inteligencia, que también.

A los quince años tuvo como profesor al filósofo Alain, su admirado maestro, que se convertirá también en su amigo. Las teorías filosóficas de Simone se inician con las clases de Alain. La rebelión contra las injusticias sociales, su desprecio por las costumbres burguesas, la indignación, la severidad respecto a los poderes públicos y la elección de ponerse al lado de los más pobres, con esa malicia con la que a veces se complacía en escandalizar a todos, no provenían de Alain. Estos eran rasgos propiamente suyos, con los que de antemano entroncaba ya con él. Cierto que Alain no predicaba la rebelión violenta, sino la obediencia a las instituciones en la mayoría de los casos, pues pensaba que las revoluciones acaban siempre por reforzar los poderes y hacer aún más esclavos a los ciudadanos. Pero inculcaba a sus alumnos un espíritu analítico, de resistencia, una voluntad de considerar libremente y mantener en sus justos límites –a través de la fuerza del control ejercido por la opinión– esos poderes que, a su parecer, siempre tiranizan a los ciudadanos. Sin las ideas de Alain, quizá Simone hubiera despilfarrado su entrega al servicio de un partido de izquierdas. Pero en su voluntad de situarse siempre en el campo de los esclavizados más que en construir a partir de su doctrina, Alain fue siempre para ella su referencia y su maestro.

Alain profesaba un verdadero culto por Platón, Descartes y Kant, a la vez que despreciaba a los presuntos y falsos filósofos, lo cual inculcaba a sus discípulos; no sentía ninguna estima por quienes cambian de partido o de religión. También les exhortaba a que escribieran lo más posible, convencido de que aprender a escribir bien es aprender a pensar bien, y les mandaba hacer deberes regularmente, en los que dieran forma a las ideas que se les ocurrieran sobre cualquier tema.

Se podría hablar también de una especie de pasión de Alain por la moral, a pesar de que su estilo era burlón y alejado de los insulsos moralistas al uso. Admiraba ingenua y apasionadamente las buenas y bellas acciones y sabía hablar de ellas como nadie, haciendo alarde de un gran poder de convicción ante sus alumnos. Para él, la verdad se relacionaba siempre con el deber y afirmaba que las doctrinas filosóficas eran verdaderas si implicaban la voluntad de gobernarse bien a uno mismo y practicarlas. Este culto a la voluntad, el dominio de sí misma que implicaba, Simone lo practicó siempre en la medida que lo pensaba. De los filósofos modernos, probablemente era Descartes el preferido de Simone. Admiraba a Platón y a Kant, y también a Spinoza, pero fue Descartes el que eligió como tema para su licenciatura.

Comenta la que fue su compañera de clase y más tarde su biógrafa, Simone Pétrement: «Ella provocaba la discusión, obligaba a aclarar aquello que se pensaba, y una se sentía embarcada en una empresa común. No tardaría en conocer su generosidad, su coraje, la pureza de sus preocupaciones. Corría el rumor entonces de que era comunista, y mis padres, por eso, no estaban muy contentos de mi amistad con ella, en vista de lo cual un día sentí la necesidad de decirles que Simone era una santa, lo que –reflexionando después– me di cuenta de que era verdad».

El pequeño grupo de sus amigos no solo se apasionaba por la filosofía, sino también por la política. Y aunque Simone no necesitaba que nadie le descubriera las estupideces e injusticias de la derecha, aprendió a distinguir también las de la izquierda y a no pelear ciegamente. Nunca se afilió a partidos políticos, aunque es cierto que se sintió atraída por el comunismo más que por ningún otro, y resulta difícilmente creíble que Simone hubiera podido afiliarse a él ni a nada que pudiera limitar su libertad de pensar o actuar. Los mismos escrúpulos que le impidieron afiliarse a un partido, le impidieron igualmente entrar en el seno de la Iglesia católica, a pesar de sentir una profunda admiración por la figura de Cristo.

Algunos discípulos de Alain, entre los que se encontraba Simone, soñaban con organizar universidades populares. Eran conscientes de que la instrucción constituye una eficaz fuerza, y de que sin esa fuerza el pueblo no podría nunca gobernar. Comprendían también que privar a la gente de los bienes del espíritu es aún más triste si cabe que privarla de los bienes materiales. Pero las universidades populares habían fracasado anteriormente. Había que empezar de nuevo sobre una modesta base, para lo cual, en 1927, formaron una asociación que recibió el nombre de «Grupo de Educación Social». Al grupo se unió André Weil, y entre todos impartían clases de Francés, Matemáticas, Física (electricidad industrial) y Educación Social cada quince días, los domingos por la mañana. Estas clases, a las que asistía una treintena de alumnos, se impartieron durante varios años y dieron a muchos la oportunidad de aprobar unas oposiciones y de mejorar su situación desarrollando su capacidad de reflexión y sus aptitudes para la vida.

El 27 de agosto de 1928 se firmaba en París el Pacto de Kellog, que ponía a la guerra «fuera de la ley». Incluso los que dudaban de su eficacia lo acogieron con simpatía. «Volonté de Paix» publicaba en septiembre un manifiesto que exigía «el desarme total e inmediato», así como la «destrucción del material de guerra y el cese de toda industria pública o privada de armas». Reivindicaciones un tanto ingenuas, pero que Simone y sus amigos hicieron todo lo que pudieron por propagar. Su actividad intelectual no impedía que se comprometieran políticamente. Las cuestiones de la justicia social, la libertad democrática y la revolución formaban parte de su vida cotidiana al igual que el estudio de los grandes filósofos que les proponía Alain.

Cuando acabó sus estudios en el instituto, Simone comenzó a prepararse para entrar en la Escuela Normal Superior, para lo cual iba a la Sorbona, donde se daban los cursos para preparar los exámenes de admisión. Allí tuvo un encuentro con la escritora Simone de Beauvoir, que esta recuerda en sus Memorias de una joven formal: «Me intrigaba por su reputación de gran inteligencia y su curiosa forma de vestir; deambulaba por el patio de la Sorbona escoltada por una verdadera banda de antiguos alumnos de Alain; (…) Por aquel entonces una hambruna acababa de devastar China, y me contaron que, al enterarse de la noticia, se había echado a llorar. Unas lágrimas que me obligaron a respetarla más aún que sus dotes filosóficas, pues envidiaba un corazón capaz de latir a través del universo entero. Un día logré acercarme a ella y, no sé cómo, entablamos conversación; afirmó de manera tajante que solo una cosa importaba hoy: una revolución que permitiera comer a todo el mundo. Yo le contesté, de forma no menos tajante, que el problema no era lograr la felicidad de los hombres, sino dar un sentido a su existencia. Mirándome de arriba abajo, me dijo: “Ya se ve que tú nunca has sentido hambre”».

Ya en la Escuela Normal sintió el deseo de estar más cerca físicamente de los trabajadores para experimentar sus condiciones de vida y, en el verano de 1929, en los meses de más calor, se fue a casa de una de sus tías en el Jura francés, y allí arrancaba patatas de la tierra durante diez horas al día mientras se hacía amiga de las familias campesinas. Lo curioso es que nunca tuvo habilidad manual. No obstante, su fuerza de voluntad se impondría una vez más para salir adelante.

En 1930 obtuvo su título de estudios superiores, para lo que tuvo que presentar una tesina en la que estuvo trabajando durante todo el año y a la que puso por título «Ciencia y percepción en Descartes». Le habría sido muy fácil hacer solo un trabajo de erudición, y en la Sorbona se hubiera considerado un buen trabajo, pero ella quería entender a fondo el pensamiento cartesiano y encontrar la verdad que buscaba en su preocupación por el futuro de la humanidad. Huyendo del rigor científico y meramente teórico, se pregunta si la ciencia podría contribuir a establecer la igualdad y la libertad entre los seres humanos o si, por el contrario, lo que trae necesariamente es una nueva esclavitud. Para responder a esta pregunta, Simone piensa que la principal fuente está en Descartes. Simone siguió para su tesis el enfoque que había aprendido de Alain, el cual pensaba que las ideas no se pueden comprender y hacerlas comprender sin modelarlas uno mismo de nuevo, y que, por tanto, todo relato histórico debe ir acompañado de una búsqueda personal. La investigación histórica fría y erudita no merecía su interés.

Ya en este trabajo aborda la cuestión de Dios, declarándola la única idea de un poder verdadero y real: «Si el Todopoderoso fuera una ficción de mi mente, yo misma podría ser una ficción, puesto que solo existo en tanto que participo del Todopoderoso». Para ella, Dios existe realmente, pero sorprende que entonces lo defina por ese atributo de todopoderoso, más que por la bondad, la belleza y la perfección con que lo definiría más tarde. Simone termina su ensayo defendiendo y elogiando el trabajo como una fuerza redentora del ser humano en el mundo, y coloca a los trabajadores en primer lugar como protagonistas de este proceso de rescate y liberación.

En la medida en que se preparaba para obtener el título que la habilitaría para enseñar como profesora adjunta de Filosofía, Simone sentía el deseo de trabajar en una fábrica, y en 1931, ya licenciada, decide solicitar entrar como obrera, primero en la compañía eléctrica Alsthom y luego en la Renault. Quería poder estudiar sobre la «espiritualidad del trabajo». Pero la fragilidad de su salud no le permite llevar a cabo su sueño y abandona de momento el proyecto, siendo nombrada profesora en el instituto de Le Puy. Comienza así una nueva etapa de su vida, en la que la enseñanza, el compromiso político y el contacto con los trabajadores van a ocupar todo su tiempo.

Los últimos años

El estallido de la Segunda Guerra Mundial confirma los peores augurios sobre la imposibilidad de contrarrestar el Estado totalitario y su deseo expansionista con medios pacíficos. Simone Weil reafirma sus consideraciones sobre la guerra, la violencia y el poder, que describe magistralmente en su trabajo «La Iliada o el poema de la fuerza». Traduce directamente del griego el poema homérico, dando lugar a una extraordinaria versión propia y realizando una lúcida reflexión sobre la gran lección que podemos extraer de este poema épico, que ella ve como una especie de relato fundacional de nuestra cultura, afirmando la necesidad de «no creer nada al abrigo de la suerte, no admirar nunca la fuerza, no odiar a los enemigos y no despreciar a los desdichados».

En 1940 abandona París, junto a sus padres, ante la persecución antisemita, y pasará dos años en Marsella especialmente fructíferos en lo que se refiere a su búsqueda religiosa. Traduce textos griegos y aprende sánscrito para leer el Bhagavad Gita; estudia las grandes religiones orientales, compara las perspectivas científicas de las distintas épocas y el significado de las figuras geométricas; relaciona diferentes visiones del arte y de la música… Toda su ingente cultura la pone al servicio de un solo objetivo: reajustar su pensamiento a la presencia sentida de Dios, que ha transformado todo su edificio mental.

Se siente empujada a una esfera en la que el dolor, el sufrimiento, la belleza y el amor se debaten en una convivencia desgarradora, de la que sabe que no puede huir sin traicionar su propia verdad. Su vida religiosa fue tan poco convencional como lo fue ella misma. Muy pocas personas fueron capaces en su tiempo de comprender la profundidad de su pensamiento heterodoxo, la autenticidad de su fe religiosa aconfesional y la radicalidad de su militancia obrera no partidista.

Pero la guerra continuaba y, siempre deseosa de ayudar a su patria, elabora un proyecto para crear un cuerpo de enfermeras de primera línea, que ayuden a paliar el sufrimiento de los heridos en los campos de batalla, para los que veía esencial contar con la rapidez de los primeros auxilios. Ella misma ardía en deseos de entrar en el conflicto y ofrecer su ayuda.

En 1942 Simone partió con sus padres a los Estados Unidos. «Aquí, lejos del peligro y el hambre, me siento una desertora. Es algo que no soporto. Si esto dura mucho tiempo, creo que se me partirá el corazón (…). No quiero que mi ciudad sea liberada solo con la sangre de otros». Consigue finalmente embarcar hacia Inglaterra en noviembre de 1942, despidiéndose para siempre de sus queridos padres.

En Inglaterra, Simone trabajó como redactora en una pequeña oficina donde se dedicaban a elaborar proyectos para la reorganización de la Francia de la posguerra. Un poco decepcionada por un trabajo que no le permitía estar en alguna misión de más riesgo, se dedica a escribir sin parar bajo la influencia de una inspiración continua.

El 15 de abril de 1943, la encontraron desmayada en el suelo de su habitación y la llevaron al hospital, donde fue empeorando, y poco después la trasladaron al sanatorio de Grosvenor, pero los médicos no albergaban ninguna esperanza. Simone vigiló cuidadosamente el embalaje de todos sus libros y papeles, llevándose algunos a mano, pensando que aún podría trabajar en el sanatorio. Al entrar en su habitación, con ventanas al campo, exclamó: «Un bello cuarto para morir». Sus amigos se turnaban para estar con ella, pero había días en que solo veía a las enfermeras. Allí expiró sola, el 24 de agosto de 1943. Su muerte debió de ser muy tranquila, mientras dormía.

Conclusión

Fue después de su muerte cuando se empezaron a difundir sus escritos y se redimensionó su figura para convertirla en un símbolo de resistencia frente a la mediocridad cultural, un ejemplo de coherencia entre pensamiento y vida, de conciencia crítica de una sociedad insolidaria y un referente obligado para los creyentes sin Iglesia. Después de más de cien años de su nacimiento, filósofos, literatos, teólogos, sociólogos y lectores de todo el mundo se sienten hoy atraídos por la autenticidad, la lucidez y la pureza del pensamiento de Simone Weil. Su concepción del amor y de la belleza, su libertad y su compromiso consigo misma y con la humanidad, llevaron a esta gran mujer a entregar su vida como una ofrenda permanente, una forma de santidad por encima de todos los dogmas religiosos.

Bibliografía

Vida de Simone Weil, Simone Pétrement. Ed. Trotta. Madrid, 1997.

Simone Weil, la conciencia del dolor y de la belleza, edición de Emilia Bea (varios autores). Ed. Trotta. Madrid, 2010.

El conocimiento sobrenatural, Simone Weil. Ed. Trotta. Madrid, 2003.