Clara Schumann

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Clara Wieck nació en Leipzig en 1819. Entabló relaciones con Robert Schumann cuando tenía dieciséis años y era ya una pianista famosa en toda Europa, mientras él trataba de abrirse camino en la composición. El padre de Clara hizo lo posible por separarlos, pero se casaron sin su consentimiento. Fue una colaboradora musical de excepción de su marido. Difundió la obra de su esposo tras su muerte y compaginó su labor como concertista y compositora con la de madre ejemplar de sus ocho hijos.


Clara Schumann, un ejemplo de amor a la música y a la vida

Colaboradora musical de excepción de su marido Robert Schumann, amiga entrañable de Brahms durante más de cuarenta años, Clara fue, además de una formidable intérprete del piano romántico, una admirable mujer que supo compaginar su labor como concertista, compositora, esposa, amiga y madre ejemplar.

Clara Wieck había nacido en Leipzig el 13 de septiembre de 1819. Como buena Virgo, era ordenada y metódica, mientras que Robert Schumann era Géminis, intelectual y de temperamento sensible e inestable. Dos signos dominados por el planeta más próximo al Sol, Mercurio, símbolo de la juventud y de la armonía de los contrarios, lo cual otorgó a ambos una gran agilidad mental y aptitudes artísticas extraordinarias.

En el momento de ponerse en relaciones con Robert, Clara tenía solo dieciséis años y era ya una pianista famosa en toda Europa. Él, nueve años mayor, se sentía frustrado como pianista y trataba de abrirse camino en la composición y en la crítica musical, trabajando febrilmente por hacerse un hueco que le permitiese dedicarse por entero a su verdadera y única vocación: la música. Había llegado a Leipzig para matricularse en la universidad y estudiar Jurisprudencia por consejo de su madre, pero su vida fue cambiando al instalarse como estudiante de piano en casa de los Wieck y empezar a tomar clases del viejo y exigente padre de Clara.

Ella era ya conocida en el panorama musical alemán, desde que a los seis años se presentó por primera vez en, acompañada siempre por su padre, al que gustaba lucir el talento de su hija y que pretendía lograr los mismos éxitos que alcanzara años atrás Leopoldo Mozart con su pequeño Wolfgang. La época apreciaba a los niños prodigio, y tanto Mendelssohn como Chopin o Liszt, contemporáneos suyos, se habían presentado en público a los nueve años, por lo que Clara los superaba a todos y era el gran orgullo de su padre.

El profesor Wieck se interesó por Schumann desde el principio, reconociendo su enorme talento para la música, y entre ambos surgió un gran afecto, haciendo que la vocación musical de Robert terminara por imponerse. Cuando los ejercicios pianísticos le permitían alguna libertad, lo que más le gustaba era acompañar al maestro junto a la pequeña Clara en sus largos paseos, dialogando y disfrutando de la Naturaleza. Luego, solían reunirse todos al atardecer y Robert les narraba cuentos e historias maravillosas, una de sus aficiones favoritas. El joven Schumann era una persona muy familiar y gran amante de los niños, como lo demostró más adelante con sus numerosos hijos.

La madre de Clara era una pianista rebelde y caprichosa que no estaba dispuesta a ser la eterna y servil alumna de Wieck, y había abandonado a su marido huyendo de casa en 1823. Friedrich Wieck se vio obligado entonces a desempeñar con sus hijos los papeles de padre, madre y maestro. Las tareas domésticas quedaron a cargo de una diligente y callada ama de llaves que, aunque muy bondadosa con la pequeña Clara –a la que siempre protegió y años más tarde ayudó en sus escaramuzas para comunicarse con Robert cuando su padre les prohibió sus relaciones–, apenas emitía una palabra, por lo que la niña tardó en aprender a hablar y, a pesar de estar tan bien dotada para expresarse musicalmente, el lenguaje hablado no era su fuerte.

Clara encontró así en Robert un maestro y un hermano mayor que la protegía y le iba descubriendo el mundo a través de los relatos y gestas que él tan bien conocía desde su infancia. Las fantásticas aventuras de los héroes clásicos, de Byron y Walter Scott, de Christian Andersen y los hermanos Grimm, el universo literario y poético que tanto amaba y que había inflamado su adolescencia entusiasmándolo con Schiller y con Goethe, fue abriéndose ante los brillantes y profundos ojos de Clara. La pequeña estaba deslumbrada por su erudición y su sabiduría y, poco a poco, fue surgiendo en ella un profundo sentimiento de respeto y admiración, que culminaría en un inmenso amor hacia el que sería después su marido.

Clara había querido a Robert desde el principio sin darse cuenta de ello, pero la pequeña «Chiarina», del Carnaval op. 9, crecía y no paraba de viajar. A la vuelta de una de gira pianística con su padre, Robert descubre que ella ya es una mujer y la nota algo extraña: «Ya no eras una niña con la que hubiera podido jugar o reír. Decías cosas razonables y en tus ojos vi brillar un profundo, un secreto destello de amor», le diría más tarde. Como siempre, la música era su mejor motivo de acercamiento y le dio para que la interpretara su partitura del Carnaval, verdadera transcripción musical del universo schumanniano con sus cambios de humor y de carácter. La fluidez y el brillo de estas piezas impresionaron a Clara, que solicitó a Robert nuevas partituras. Se inició de nuevo entre ellos ese diálogo íntimo que tanto les unía cuando hablaban de música y Robert le ofreció su Sonata n.º 1, que había dedicado a ella. «Deberías aligerarla un poco. En lugar de fa sostenido menor, pasarla a si menor…», comentó Clara. Se habían vuelto a encontrar y ahora sería para siempre. Al despedirse, Robert se inclinó hacia ella, la besó y le dijo que la amaba. Ella, emocionada, estuvo a punto de tirar la lamparilla que llevaba en la mano…

En el invierno de 1836, Robert solicita a Wieck la mano de su hija, pero la petición es denegada enérgicamente. Wieck no estaba dispuesto a casar tan tempranamente a su hija, pero sobre todo, no le parecía Robert el hombre ideal para una estrella internacional como Clara, por la que tanto había trabajado. Robert era un compositor en ciernes, no tenía medios aún para mantener un hogar y además sufría desde los dieciséis años crisis de ansiedad, lo que hoy denominarían los psicólogos un «severo desorden afectivo de carácter bipolar», que había heredado de su padre y que le hacía perder todo control sobre sí mismo, dejándolo sumido en el abatimiento. Él era consciente de ello y luchaba con todas sus fuerzas por controlar una enfermedad que había llevado ya al suicidio a su padre y a dos de sus hermanos.

Los difíciles casi cuatro años transcurridos desde la declaración de Robert hasta el día de la boda pusieron a prueba toda la fuerza de su amor. Wieck hizo todo lo posible por separar a los enamorados sometiendo a Clara a continuas giras, denigrando y calumniando a su antiguo alumno y oponiéndose a tratar con serenidad todo lo que estuviera relacionado con su noviazgo. Mientras tanto, Robert estudia, trabaja y mantiene su inquietud por todo lo que surge de nuevo en los ambientes musicales para volcarlo en su revista. Conoce a Chopin y traba amistad con Mendelssohn, que le apoya y ayuda incondicionalmente. Su amor se acrecienta con la separación y las dificultades. La correspondencia apasionada entre ellos refleja su sinceridad y convicción.

Para demostrar a Wieck que era capaz de asumir la carga de una familia, Robert se traslada a Viena, el máximo centro musical de la Europa de entonces, y trabaja denodadamente para abrirse camino como compositor. Logra ser nombrado doctor por la Universidad de Jena, pero no consigue ablandar al tozudo Wieck, que le insulta públicamente y le acusa de embriaguez ante los tribunales. Liszt, que con su gran olfato ya había detectado el genio de Schumann, le ayuda y le acompaña en estas horas difíciles. Los enamorados deciden finalmente entablar una acción judicial contra el viejo profesor para lograr el ansiado permiso de matrimonio y, mientras tanto, Clara se refugia en Berlín en casa de su madre.

El matrimonio es finalmente autorizado por el juez y se celebra el día 12 de septiembre de 1840, víspera del cumpleaños y la mayoría de edad de Clara. Ella escribiría en su diario: «Nos casamos en Shönefeld a las diez (…) Todo mi ser más profundo se sentía henchido de gratitud hacia Aquel que, al fin, por encima de tantos escollos, nos condujo el uno al otro». Su padre no asistió a la ceremonia.

Los años que siguieron fueron muy felices y fructíferos. En el hogar de los recién casados no cesaba de sonar la música. Todos los días dedicaban un tiempo al estudio del contrapunto: «Hemos empezado con las fugas de Bach, y Robert marca los puntos en que el tema reaparece. Es un estudio realmente apasionante, que cada día me produce más placer», anota Clara en su diario. De no haberse casado con ella, es posible que Schumann hubiera pasado a la posteridad solo por sus obras para piano, pero su fecundidad en estos años es asombrosa, un esfuerzo titánico para ser soportado sin quebranto por una cabeza tan delicada y un corazón tan sensible.

A veces, en las gratas veladas en las que se reunían un grupo de músicos en casa del matrimonio, Robert permanecía callado, absorto, con la mirada perdida en no se sabe qué extraños pensamientos, para, de pronto, volver en sí y entrar en la conversación con su proverbial agudeza y animación. Clara se multiplicaba para estar pendiente de todo. Las salas de conciertos reclamaban también su presencia y ella sigue siendo la mejor pianista de Europa, pero además lleva la organización de su casa y en el breve periodo de trece años da a luz ocho hijos.

En 1853 reciben en su casa la visita del joven Johannes Brahms, que les produce una gran alegría. Él fue el gran amigo que acompañó fielmente al matrimonio en sus horas más difíciles y alegró con su música y su presencia el hogar de los Schumann.

El 27 de febrero de 1854 Robert salió inesperadamente de su casa y se arrojó al Rhin, tras una tremenda crisis. Unos barqueros pudieron rescatarle vivo de las aguas y es trasladado a la Casa de Salud de Endenich: era lo que tanto él había temido y de lo que no se pudo librar. Más de dos años vivió internado en un tristísimo estado hasta su muerte. El dolor hacía casi irreconocible su rostro y Clara dejaría escrito unos años más tarde:

«Era por la tarde, entre las seis y las siete. Me dirigió una sonrisa y, con grandes esfuerzos, me enlazó con sus brazos. Jamás olvidaré este abrazo postrero. ¡Cuán dolorosa expresión había en él! El lunes, 28 de julio, estuvimos con él todo el día Johannes y yo. Robert padecía horrorosamente. El martes 29, Dios le liberó de sus sufrimientos.

(…) Me incliné sobre el cadáver del más tiernamente amado de todos los hombres. Todos mis sentimientos se transformaron en reconocimiento hacia Dios por haberle liberado y, cuando caí de rodillas en su habitación, me pareció que todo se llenaba de serenidad, como si un espíritu celestial planeara sobre mí. Al despedirme he depositado algunas flores junto a su hermosa cabeza poniendo en ellas todo mi amor. (…) Cuando ya se lo llevaban, he tenido la certidumbre de que ya no era él, que eso era solo su cuerpo, porque su espíritu se había quedado conmigo y viviría en mí para siempre».

Clara supo vivir tan duros momentos con una grandeza de ánimo ejemplar, dedicándose desde entonces a sus hijos y a dar a conocer la obra de su marido. Falleció cuarenta años más tarde en Frankfurt y sus restos fueron llevados a Bonn, junto a los de aquel a quien había dedicado toda su vida, a Robert, su compañero del alma.

Bibliografía:

Robert Schumann, de la lucidez a la locura. Andrés Ruiz Tarazona. Ed. Real Musical. Madrid, 1975.

Clara Schumann. Catherine Lépront. Ed. Caralt. Barcelona, 1988.

En el aniversario de Robert Schumann. Mª Angustias C. R. revista Esfinge, junio 2010.