Conchita Badía

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La soprano barcelonesa Conchita Badía fue una voz que inspiró a los más grandes compositores españoles y latinoamericanos del siglo XX: Granados, Falla, Casals, que fueron sus maestros, y otros muchos de ambos lados del Atlántico. Se instaló en Argentina huyendo de la guerra española y regresó en 1946, dando a conocer con sus interpretaciones a los compositores argentinos.


Conchita Badía: una voz para España

Una de las más bellas voces que ha dado España fue, sin duda, la de Conchita Badía de Agustí, la soprano barcelonesa que fue «la mejor intérprete de Granados», según palabras textuales de Pablo Casals. Una voz que todavía muchos aficionados recuerdan y que inspiró a los más grandes compositores españoles y latinoamericanos del siglo XX: desde Granados, Falla o Casals, que fueron sus maestros, a Montsalvatge, Mompou y Toldrá entre los catalanes, o Guastavino, Ginastera, Villalobos, Ovalle y otros muchos del otro lado del Atlántico.

El Archivo Manuel de Falla de Granada le dedicó en 1997 una cuidada y preciosa exposición, montada con fondos documentales de la familia Agustí-Badía, de la propia Fundación Falla y de la Academia Frank Marshall de Barcelona. En ella se recogieron numerosos testimonios de la trayectoria de la soprano que tan estrechamente vinculó su sensibilidad artística a la de Manuel de Falla: fotografías inéditas, portadas de programas de concierto, cartas, dedicatorias y partituras, entre otros recuerdos, con el fondo musical de unos registros publicados en 1995 con la propia voz de la cantante, constituyeron este primer homenaje dedicado a la figura de la que fue también alumna predilecta del gran compositor Enrique Granados, su descubridor, y del famoso violoncelista Pau Casals. Estas tres figuras, que de norte a sur surgen en la España mediterránea de primeros de siglo, fueron las que más influyeron en el arte de Conchita.

Dos de sus hijas asistieron emocionadas a la inauguración de esta muestra y dieron las gracias al alcalde de la ciudad y a la Universidad de Granada, pero sobre todo, a la familia Falla allí presente: a Maribel, sobrina y heredera directa del compositor, y a su hija Elena García de Paredes, principal organizadora del evento. «Manuel de Falla era un hombre sencillo, bueno y muy detallista; Dios lo bendiga, pues gracias a él hemos podido conservar muchos recuerdos de nuestra madre», comentaron Mariona y Carmen Agustí Badía. «Mamá siempre estaba cantando», decían las dos, «era siempre tan cariñosa, tan vehemente, tan vital… llenaba toda la casa con su presencia». Y en verdad, casi se podía palpar la presencia de la diva en el emotivo acto: todos nos imaginábamos su figura alta y esbelta, de aspecto noble y acogedor, mientras desde los altavoces su voz acariciaba el oído de los asistentes.

En Granada, la pudimos ver con motivo de un homenaje que se le hizo a Falla en noviembre de 1968. Contaba ella entonces setenta y un años recién cumplidos y no cantaba ya sino en pequeños círculos de amigos, pero no supo negarse, tratándose de su admirado maestro. Su voz era todavía de una calidad insuperable y el público le hizo repetir tres veces la famosa Nana de las Siete canciones populares españolas de don Manuel. José Luis Kastiyo le dedicó en el periódico Ideal un conmovedor artículo en el que se podía leer textualmente: «Cuando Conchita Badía concluyó la “Nana” de Falla, el público irrumpió en una ovación enorme, larga, inmensamente amorosa. Hubo de repetir la cantante, sin duda complacida. Pero al finalizar la segunda “Nana”, los aplausos fueron mucho más intensos y prolongados, los vítores y la emoción eran en verdad indescriptibles. Varios minutos de griterío obligaron a Conchita Badía a cantar por tercera vez, visiblemente cansada, esa preciosa “Nana” que jamás podremos olvidar. Había lágrimas en los ojos de Conchita, pero las hubo también en los del público. Aquello superaba lo imaginable. Nadie podía pensar que pudiese existir un ser humano capaz de crear con la voz tanta belleza, tanta dulzura, tanta espiritualidad».

Relación con Granados

Enrique Granados la conoció de manera circunstancial, cuando solo tenía la cantante quince años y estudiaba en la barcelonesa Academia Granados. Allí, al realizar su examen de solfeo, la escuchó el maestro que, justamente ese día, presidía el tribunal. Conchita obtuvo el Premio de Honor y el Diploma adjunto, en el que se especificaba: «Se concede este premio a la suficiencia musical de Conchita Badía en solfeo, teoría, dictado y lectura a primera vista», añadiendo el propio Granados de su puño y letra: «no a la voz, que consideramos aparte en este estudio». Esta voz, de la que el compositor quedó tan prendado que, a partir de entonces, se encargó personalmente de su educación musical. Le recomienda ir a estudiar con la cantante franco-danesa Rosa Culmell, esposa de Joaquín Nin, y él mismo le da lecciones de piano, del que también Conchita fue una gran virtuosa. A este respecto, las palabras de Wilhem Kempff son suficientemente elocuentes: «Sois tan gran pianista como excelente cantante», le dijo un día tras escucharla en uno de sus recitales en los que ella misma se acompañaba. Y Falla le decía: «Toca el piano, sigue, sigue… ¡Me recuerdas tanto a Enrique…!».

En 1915 estrena con Granados sus Canciones amatorias (dos de ellas dedicadas a Conchita: Llorad corazón y Gracia mía). Finalizado el concierto, todo un éxito, el compositor dio un beso a la que ya era su discípula predilecta y que, a partir de entonces, fue considerada por la crítica como la primera cantante española especialista en el lied. Hay una frase de Granados que se ha hecho famosa: «¡Conchita, ven tú y las canciones!». Así la reclamaba, enviando un mensaje apresurado a casa de los Badía cada vez que quería darla a conocer. Fue entonces cuando se la presentó a su íntimo amigo Pau Casals, considerado ya como «el mejor violoncelista del mundo», y que se convirtió a partir de ese día en el segundo gran maestro de Conchita, según ella misma cuenta: «En aquellos momentos yo no podía saber ante qué artista maravilloso cantaba, ni la influencia y la enseñanza que recibiría de él más tarde». Más adelante, en los años de formación, cuando coincidían los veranos en la playa de San Salvador, cercana a El Vendrell, pueblo natal del gran violoncelista, exclamaba: «¡Ahora mi respiración es el arco de Casals!».

Después de la trágica muerte de Enrique Granados en 1916 cuando este volvía feliz a España en barco con su mujer, deseoso de abrazar a sus hijos y a sus numerosos amigos tras el éxito obtenido en el Metropolitan Opera House de Nueva York con su ópera Goyescas, la cantante intervino en numerosos conciertos a la memoria del que fue su primer maestro, constituyéndose desde entonces en gran apóstol de su música, no solo como cantante, sino también como pianista y pedagoga. «Un maestro y una discípula lo son para toda la vida», afirmaba José M.ª Ainaud recordando la estrecha relación de la cantante con sus maestros, en la presentación del recital que ofreció Isabel Aragón, discípula suya, dentro del homenaje que reseñamos de Granada.

Relación con Manuel de Falla

En noviembre de 1915 se encontraron Falla y Conchita en el puerto de Barcelona en la despedida a Granados, cuando este emprendía el viaje a Nueva York que le llevaría al triunfo y más tarde a la muerte. Allí coincidieron ambos, iniciándose una relación que duró hasta el fallecimiento del compositor gaditano. Años más tarde y en otro puerto, el de Buenos Aires, el 18 de octubre de 1939, Conchita recibía junto a numerosos amigos a Manuel de Falla, que llegaba en el vapor Neptunia. Ambos habían dejado el horror de la guerra en España, buscando refugio en el país hermano.

De su correspondencia, la primera carta que se conserva es de 1916 y la cantante se dirige al compositor con un respetuoso «Muy señor mío»; pero muy pronto cambia su actitud, encabezando sus cartas con un «Muy querido maestro», en una relación escrita llena de sensibilidad y afecto mutuos. Fueron treinta años hasta su despedida definitiva, pero los más intensos fueron los ocho transcurridos en Argentina. Su última carta, anunciándole que quiere ir a despedirse de él personalmente antes de su regreso a España, está llena de cariño y de solícita preocupación hacia el maestro, al que transmite el deseo de sus amigos de que vuelva pronto a España, pero también confiesa y lamenta no poder aconsejarle que lo haga, pues «no sé si sería bueno para su salud y tranquilidad», le dice. Se trasladó Conchita a Alta Gracia para despedirse de los Falla en su residencia de Los Espinillos, y pasó con ellos el domingo, 10 de noviembre de 1946, cuatro días antes de la muerte de don Manuel, al que vio en un estado ya muy delicado. Al despedirse, tuvieron este diálogo que ella misma narró más tarde:

–Debo irme, maestro…

–¡Espera un poco, estás tan bien aquí!..

–Vuelvo por mis hijas, maestro… debe de ser el Destino que me llama.

–Al Destino no hay que provocarlo… yo seguiré viviendo aquí o en cualquier parte de América.

–Adiós, maestro…

–Bueno, Conchita, hasta pronto, y si no (señalándome el cielo con el índice de su mano), en lo eterno…».

El 14 de noviembre, fecha de ese viaje a lo eterno de su maestro, Conchita cumplía cuarenta y nueve años y volvía a España acompañada de sus hijas Mariona, Carmen y Conchita para reunirse con su marido. Esta última contaba a Carlos Manso, uno de los discípulos argentinos de la cantante: «Nuestro camarote estaba cubierto de flores. Mamá, desde la baranda, arrojaba besos al cielo de Argentina y a todos los que en el muelle nos despedían con agitar de pañuelos. Y lloraba, lloraba… y nosotras también. Ella había sido la niña mimada de Argentina…» y ya nunca más vería a su querido maestro.

Quiero terminar con las palabras que dedicara a Conchita Badía el compositor Xavier Montsalvatge, cuyas Canciones negras ella tan magistralmente cantaba:

«Había nacido, vivía para cantar. Daba la bienvenida cantando, se despedía cantando y al hablar parecía esforzarse en no dar a su entonación un espontáneo, incontenible vuelo lírico, porque la música semejaba emanar de los más íntimo de su identidad. Todo ello respondía, en definitiva, a un vehemente deseo de comunicación, de hacer al prójimo partícipe de lo que más le sensibilizaba, que era, naturalmente, la melodía vocal, a la que sabía darle inflexiones cautivadoras.

A través de ella encontramos en las Canciones amatorias y en las Tonadillas de Enrique Granados, acentos de una secreta emotividad, igual que en la Elegía eterna, que para mis preferencias es la más bella y poética canción del autor de Goyescas; obras que se acompañaba al piano para darlas una proyección más afectiva que llegaba a conmovernos.

Cuando volvió de su exilio sudamericano, nos descubrió la realidad de los compositores argentinos, algunos de los cuales llegamos a conocer en su casa: Juan José Castro, Carlos Guastavino y, los más importantes, el brasileño Heitor Villa-Lobos y el bonaerense Alberto Ginastera.

Entre los que nos unió tanta amistad con Conchita, ¿quién habrá podido olvidar cómo cantaba la Canción al árbol del olvido, la más hermosa música de Ginastera? Cuando el compositor, por primera vez, oyó cómo ella la expresaba, recuerdo que vi cómo se le humedecían los ojos».

Hasta aquí mi pequeño homenaje. Gracias, Conchita, por ese regalo de tu voz, y gracias también a los que guardaron la memoria de tu paso por el mundo, merced a los cuales te hemos podido conocer y escuchar.