Alma Mahler

ALMA MAHLER, LA MUSA DEL SIGLO XX

«No es lo principal saber de dónde viene lo hermoso de la vida. Lo importante es captarlo, sentirlo y transmitírselo a alguien» (Alma Mahler).

Alma María Schindler nació el 31 de agosto de 1879 en Viena, hija del célebre pintor de la corte de los Habsburgo Emil Jakob Schindler y de su esposa Anna Sofie von Bergen, ambos de familia pequeño-burguesa. Los dos tenían una bonita voz, eran cantantes aficionados que se conocieron un día interpretando la opereta Leonardo y Blondine en el Teatro del Estado de Leipzig y se casaron poco después. Alma fue la mayor de sus dos hijas y desde muy pequeña mostró excelentes cualidades para la música, componiendo canciones e interpretándolas ella misma al piano.

Su larga vida se desenvolvió en el escenario de las grandes conmociones a nivel mundial de Europa y América durante el s. XX y tuvo el privilegio de asistir en primera línea, muchas veces del brazo de sus protagonistas, a los más importantes movimientos artísticos de aquel siglo tan creativo y a la vez tan devastador. Estuvo casada con el compositor Gustav Mahler, el arquitecto Walter Gropius y el escritor Franz Werfel, fue amante de Gustav Klimt y Oskar Kokoschka, y amiga de muchos otros artistas como Max Burckhard, Alexander von Zemlinsky, Arnold Schönberg, Alban Berg, Hans Pfitzner, Igor Strawinski, Richard Strauss, Thomas Mann, Maurice Ravel, Benjamin Britten y Stefan Zweig, entre los más famosos. De haber nacido un siglo después, hubiera sido con toda probabilidad directora de orquesta o compositora, pero eligió consagrar su vida a aquellos hombres en quienes intuía su genialidad creadora y, como una experta e inteligente cortesana, supo atraerse por igual a cuantas celebridades del mundo del arte convivieron en su época.

Infancia y adolescencia

La pequeña Alma admiraba profundamente a su padre, al que se sentía muy unida. Tuvo una infancia feliz que, según cuenta ella misma, nada tuvo de especial hasta los cinco años, cuando se mudaron de su casa natal en Viena para irse a vivir a Plankenberg, situada más al sur. Allí se instalaron en una hermosa mansión de amplio jardín, anclada en la leyenda y llena de rincones misteriosos que alimentaron la imaginación de las dos hermanas. En la creencia de que la casa estaba embrujada, «se pasaban más de una noche temblando», según escribe Alma en sus memorias. Ella, por su parte, permanecía horas enteras en el estudio de su padre viéndolo pintar y «escuchando su conversación, fascinante y siempre personalísima».

Nunca se llevó muy bien con su madre, aunque esta siempre estuvo dispuesta a prestarle ayuda, pero la consideraba incapaz de escalar las olímpicas alturas a las que con tanta facilidad veía llegar a su padre en sus conversaciones. Desgraciadamente este falleció cuando ella contaba solo trece años y, a partir de entonces, buscó por todos los medios a su alcance llenar ese vacío para seguir sintiéndose querida y admirada por su belleza y su inteligencia, tal como la hacía sentirse su progenitor. En la casa familiar, Alma respiró siempre un ambiente artístico, gracias a las constantes visitas y tertulias con los numerosos amigos que acudían a verlos.

Los esfuerzos de sus preceptores para captar su atención consiguieron muy poco: «Yo era nerviosa e inteligente hasta cierto punto… nunca fui capaz de recordar una fecha y no tenía interés por nada que no fuera la música». Su pasión por el arte y los artistas eran una sola cosa: ella no podía amar a un hombre o ser su amiga si no se sentía fascinada por su obra, y tenía para ello un instinto certero. Cuando conoció, siendo aún muy joven, al entonces ya famoso pintor Gustav Klimt –tal vez su primer amor–, se hubiera casado con él de no haberse interpuesto su madre. Klimt la inmortalizó en su célebre cuadro de El beso, al igual que hizo años después su discípulo Oskar Kokoschka en La tempestad, obsesionado hasta el delirio por Alma.

En 1897, cuando Alma tenía dieciocho años, su madre se casó con Carl Moll, discípulo de su difunto marido, y la familia se fue a vivir al elegante distrito de Hohe Warte, situado junto a los bosques de Viena. Refiriéndose a este casamiento, Alma escribió despectivamente en su diario: «Pobre mujer… fue a casarse con el péndulo. ¡Y pensar que había tenido a mi padre, que era el reloj entero!».

En Hohe Warte los encantos de la joven Alma reclamaban la atención de todos cuantos acudían a visitarles. Su elegante figura –era conocida como «la chica más bella de Viena»–, sus dotes musicales, su independencia de ideas y su fuerte carácter la transformaron en una heroína en la que aún palpitaba latente el ideal femenino del romanticismo alemán, donde la estimulación espiritual, el amor sexual y la capacidad intelectual estaban unidos en una armonía perfecta. Era tal el poder que encarnaba que, muchos años después de haberse marchitado los encantos de su juventud, seguía despertando intensas emociones en todos los que la conocían. Pocas mujeres en la historia del arte han sido una fuente de inspiración tan notable y han influido en tantos hombres de talento como ella.

Matrimonios e hijos

Alma se casó tres veces y tuvo cuatro hijos: María y Anna Mahler, Manon Gropius y Martín Werfel, pero sufrió la terrible crueldad del destino de ver morir a tres de ellos. Solo le sobrevivió Anna, que llegó a ser una famosa escultora.

Conoció a Gustav Mahler en noviembre de 1901 en una velada en casa de sus amigos los Zuckerkandl, cuando tenía veintidós años y él casi le doblaba la edad, sintiendo ambos que «algo muy grande y hermoso» había entrado en sus vidas. El noviazgo fue breve, pero su apasionada correspondencia los acercaba cada vez más y el 7 de marzo de 1902 se casaron en la iglesia de San Carlos de Viena. Los primeros tiempos del matrimonio fueron difíciles: Alma era demasiado joven y no podía conformarse viéndose anulada por un marido célebre, exigente y absorto en su trabajo creador, ignorando el de ella. Alma necesitaba más atención, le resultaba difícil resignarse a un papel secundario y no quería renunciar a sus composiciones ni a su vida social. Tres meses después de la boda, Alma acompañó a su marido a Krefeld para el estreno de su maravillosa 3.ª Sinfonía y, tras la audición de la obra, las nubes entre los enamorados se disiparon al quedar ella convencida de la genialidad de su marido.

Poco después nacería su hija María, y en 1904 nació Anna. Solo tenía cinco años María cuando enfermó gravemente y murió de difteria, produciendo una gran desolación en la familia y provocando los primeros síntomas de la dolencia del corazón que llevaría a Mahler a la tumba poco tiempo después. La pequeña sufrió tremendamente durante dos semanas y el dramático desenlace dejó al matrimonio sumido en la más absoluta tristeza. Alma buscó refugio en el balneario de Tobelbad, adonde llegó muy deprimida, y el médico, tratando de aliviar su dolor, le prescribió que bailara, presentándole al joven arquitecto Walter Gropius. El carácter impulsivo de su pareja de baile, los largos paseos y los baños termales fueron la mejor medicina para Alma. Gropius era alto, guapo, inteligente y fuerte, todo un caballero y, lo más importante para Alma, estaba dispuesto a dispensarle toda la atención que ella requería. Años después, Alma escribiría en su diario: «Fue siempre conmovedoramente bueno conmigo (…) Soy consciente de que Gropius fue la persona más noble y superior que hubo en mi vida».

Mahler estaba, entretanto, inmerso en los preparativos finales para dirigir su 8.ª Sinfonía, que se iba a estrenar en Munich el 12 de septiembre de 1910. Gropius, enamorado ya perdidamente de Alma, permaneció en Tobelbad reflexionando sobre la importancia de mantener este amor en secreto, pero no dejaba de escribirle a su amada, y Mahler descubrió la infidelidad de su mujer. Abatido y enfermo, suplicó a Alma que se quedara con él en un desesperado intento de recuperarla, manifestando de pronto un súbito interés por sus composiciones musicales, pero ya era demasiado tarde. Alma lo tranquilizó y decidió no abandonar a su marido, cuidándolo hasta que murió un año más tarde. En 1911 escribe en su diario:

«Gustav Mahler se me ha ido el 18 de mayo. Cuántas cosas nos han ocurrido. Una vida agitada, llena de mucho sufrimiento, pero también de alegrías inmensas. Hoy es la primera noche en que voy a dormir sola… Acabo de encontrar en la caja fuerte la despedida que me dedicó: son los esbozos de su Décima Sinfonía. Estas tremendas palabras de amor, desde el más allá, son como una aparición luminosa». La dedicatoria, garabateada sobre la partitura, decía: «Vivir por ti, morir por ti, Almschi».

En sus memorias no menciona Alma el consuelo que halló entonces escribiéndole a Walter Gropius, pero cuando este se le presentó en persona, no se mostró demasiado contenta de verlo y él, con tristeza, le dijo: «Me doy cuenta de que acaso tendré que esperar y suspirar por ti algún tiempo, pero estaré siempre disponible para cuando se dé el caso de que me necesites».

Alma se reencontró poco después con un viejo conocido: el pintor Oskar Kokoschka. Fue el comienzo de una nueva y apasionada relación, descrita así por ella misma: «Los tres años siguientes en su compañía fueron un solo y arrebatado combate amoroso. Nunca antes había experimentado tantas convulsiones, tanto infierno y tanto paraíso». Temerosa ante las posibles consecuencias de la desbordada y loca pasión de su amante, Alma regresó con Gropius, con el que finalmente se casó en 1915. Poco después dio a luz una preciosa niña que los colmó de alegría y a la que pusieron por nombre Manon. Pero el matrimonio con Gropius no duró mucho tiempo y terminaron divorciándose en 1920.

Ya para entonces el poeta y novelista Franz Werfel había conquistado el corazón de Alma, y de esta relación nació Martín, un bebé con un defecto cerebral congénito e incurable que falleció a los diez meses. Pasaron varios años antes de que Alma cediera a los deseos de casarse de Werfel, pero finalmente celebraron su boda en 1929, unas semanas antes de cumplir ella los cincuenta años. En el fondo, pese a ser una mujer independiente y apasionada, Alma era una persona frágil y solitaria buscando siempre un cobijo que, probablemente, nunca llegó a encontrar del todo en ningún otro hombre desde que murió su padre.

En aquel entonces Europa vivía tiempos difíciles y terribles. La subida al poder de Hitler en Alemania proyectó una oscura sombra sobre los acontecimientos políticos de Austria, y el precio que esta tenía que pagar por la protección de Mussolini era caro. El viejo continente se iba desintegrando a pasos agigantados. «Dos o tres días fueron suficientes para comprobar cuánto había empeorado la situación de Austria en los primeros meses de 1934», escribiría Stefan Zweig.

Pero en 1934 ocurrió algo en la vida de Alma que iba a ensombrecer más aún todo lo demás. Como si un infausto destino la persiguiera para malograr los frutos de sus amores, su hija Manon enfermó de poliomielitis para morir en plena adolescencia; la enfermedad avanzaba rápidamente hacia una parálisis total, a pesar de que al principio pareció que podrían controlarla. El 22 de abril de 1935 Alma escribía que Manon le había dicho con voz velada: «Dejadme morir tranquila, no voy a sanar nunca… Mami, tú saldrás adelante como lo has hecho siempre…». Fue un golpe muy duro para todos y el más triste de toda su vida para Alma, que escribe: «Cuando mucho tiempo después Franz Werfel me preguntó si me parecía bien que le dedicase a Manon su “Bernadette”, le abracé en silencio. Manon había sacado todo lo mejor que yo tenía, no pasaba un día en que no la recordara». El músico Alban Berg, conmovido por la pena y gran amigo de Alma, compuso en su memoria el famoso Concierto para violín y orquesta A la memoria de un ángel, su última obra; él también murió poco después, como si el réquiem por Manon hubiera sido el suyo propio. Alma y Franz Werfel, desolados, viajaron entonces a Roma y Florencia, asistiendo a los conciertos del director Bruno Walter, que «estuvo encantador con nosotros», cuenta Alma: «Él sabía que solo la música nos podía aliviar, y nos permitió asistir a escondidas a sus ensayos, pudiendo irnos cuando la pena ya no nos dejaba resistir más».

Los últimos años

En 1938 Alma y Franz dejan Viena y se instalan en París, pero tras el avance alemán y ante una posible deportación de los judíos a los campos de concentración nazis, deciden abandonar Francia y, tras un largo y accidentado viaje atravesando Francia, España y Portugal, embarcan a Nueva York y se establecen en Los Ángeles. Allí escribe Werfel gran parte de sus obras, entre ellas La canción de Bernadette, recordando el impacto que les había producido su paso por Lourdes. La gruta de Massabielle fue todo un alivio psicológico en su interminable viaje y Werfel anotó en su diario: «He prometido escribir un libro en loor de santa Bernadette si llegamos sanos y salvos a América».

Llegaron, por fin, a su último destino, pero en 1945 fallece repentinamente Franz Werfel en su apartamento de Santa Bárbara de un ataque al corazón. «Me ha ocurrido la desgracia más terrible… se me ha ido el hombre que era la prenda de mi amor», escribe Alma. Fue el hombre con el que más tiempo estuvo casada y, como era su costumbre, no quiso acudir al entierro.

En otoño de 1947 Alma decidió hacer una escapada a Viena para rescatar lo que pudiera de su casa de Hohe Warte, pero la encontró completamente en ruinas, como el resto de la ciudad, y fue poco lo que pudo salvar. En 1952 decide abandonar California, llena de tantos recuerdos tristes, y se instala en Nueva York, donde intenta rehacer su vida de relación social. Pronto destaca y es conocida en las altas esferas, siendo nuevamente rodeada de fervientes admiradores. Publica sus Recuerdos y cartas de Gustav Mahler, y poco después, sus propias memorias en 1958, con el título And the Bridge is Love, traducidas libremente como Mi vida en las ediciones alemana y española.

En su diario escribe: «Sigue gustándome tener amigos alrededor. Considero la vida social como el mejor remedio contra el envejecimiento». Su casa está abarrotada de recuerdos: libros de Werfel en todos los idiomas; el retrato que le hizo Kokoschka y los seis abanicos que le regaló el pintor, los cuadros que pudo rescatar de su padre y, en una pequeña caja fuerte, los manuscritos de Gustav Mahler, los tesoros más queridos que pudo salvar de su casa de Viena.

Alma había amado a una larga lista de hombres añorando siempre el recuerdo de su padre y buscando alguien que se le pareciera, pero nunca llegó a encontrar el amor definitivo que le hiciera sentir que su búsqueda había terminado; había sido madre, perdiendo a tres de sus hijos, y había intentado ser compositora sin lograrlo. Es cierto que enamoró a muchos hombres con su gran atractivo físico y espiritual, pero en el fondo se sintió siempre sola. Su talento artístico quedó ahogado a la sombra del que tuvieron todos sus maridos y amantes, a los que inspiró grandes obras sacrificando la suya propia, pero al final de su vida, sus palabras nos desvelan que se sentía orgullosa de haberlo hecho así:

«He tenido una vida hermosa. Dios me permitió conocer obras geniales de nuestra época antes de que abandonaran las manos de sus creadores. Me fue dado sostener algún tiempo los estribos de esos abanderados de la luz, y eso ha hecho que mi existencia quede justificada y enriquecida».

Peter Altenberg, el Verlaine de Viena, escribió en una ocasión sobre un arquetipo femenino al que llamó la «musa del héroe», refiriéndose a Alma Mahler y entendiendo por tal ese tipo de mujer que, mediante el poder de su feminidad, sabe exigir en el hombre elegido el summum de su rendimiento artístico. Alma ejerció siempre ese poder y despreció la moral tradicional. Creía que lo que hacía estaba bien hecho, simplemente porque era ella la que lo hacía y el mundo tenía que agradecérselo, ya que fueron siempre hombres geniales los que sucumbieron ante su encanto y, gracias a ella, dejaron para la posteridad sus mejores obras. Sus amantes eran siempre artistas, músicos, pintores, escritores, científicos e incluso religiosos, tuvo una vida diferente a la del resto de las mujeres de su época. Para muchos de sus biógrafos, Alma fue siempre, y hasta el final de su vida, una tirana emocional con los hombres que sucumbían a su atractivo, pero nadie de los que la conocieron pudo olvidarla jamás.

Alma Mahler-Werfel falleció a los 85 años en Nueva York, el 11 de diciembre de 1964. Como era su deseo, fue enterrada junto a su hija Manon en el cementerio de Grinzing, a las afueras de Viena, donde también reposan los restos de Gustav Mahler y de María, la hija de ambos.

Conclusión

La fuerte personalidad de Alma Mahler nos proporciona tantos argumentos para la crítica como para la alabanza, es difícil entenderla y, más aún, juzgarla. Friedrich Torberg, compañero de exilio en el último viaje que hicieron Alma y Werfel a Estados Unidos, le envió poco después una lista de las «inconsecuentes cualidades» que había encontrado en ella, con la dedicatoria a su nueva amiga «para que las tome con un granito de sal». En lo positivo la encontraba «preciosa, inteligente, vivaz y temperamental; ingeniosa por naturaleza y extraordinariamente observadora; asombrosamente instintiva e interesada por todo; bohemia y eternamente joven». Y en lo negativo apuntó: «Afectada, arrogante y crítica, haciendo chistes intolerables a costa de los judíos…» (le contó que en una ocasión le dijo a Werfel, al que adoraba, que nunca podría escribir en un alemán puro ¡porque era judío!)… Lo cierto es que Alma fue siempre una mujer de espíritu libre, generosa, valiente y polémica, que sabía fascinar a cuantos se acercaban a ella y entregarse con infinito amor ante la magnificencia del genio creador otorgado a cuantos  hombres admiró y la quisieron a lo largo de su vida.

Bibliografía

Gustav Mahler, el cantor de la decadencia. Andrés Ruiz Tarazona, ed. Real Musical, 1974.

Gustav Mahler, recuerdos y cartas. Alma Mahler, ed. Taurus, 1979.

Mi vida. Alma Mahler-Werfel, ed. Tusquets, 1984.

Alma Mahler, la novia del viento. Susanne Keegan, ed. Paidós, 4.ª edición, 2015.