Elisabeth Kübler-Ross

Elisabeth Kübler-Ross aportó una renovada perspectiva de la muerte y del proceso de morir. Trabajó para que las personas afrontaran la muerte con dignidad y sosiego. Luchó por humanizar el trato del personal sanitario en los hospitales. Escribió numerosos libros que ayudan a comprender el proceso de morir y la importancia de vivir bien. Describió las fases del duelo ante una pérdida y dio consuelo en este proceso.

Nació en 1926 en Suiza, en una familia de clase media alta y fue una de las trillizas de la casa. Las personas reaccionaban ante ellas no como individuos, sino como grupo, por lo que Elisabeth siempre se esforzó en ser ella misma. Acabó siendo psiquiatra, conferenciante y escritora en los Estados Unidos. Recibió 28 títulos honoris causa.

Visitó uno de los laboratorios de Hitler en Polonia, donde los presos grababan mariposas en las paredes. Años después, encontró una explicación: «Abandonamos nuestro cuerpo, que aprisiona nuestra alma, al igual que el capullo de seda encierra la futura mariposa. Libres como una bellísima mariposa, regresamos a nuestro hogar».

Después de entrevistar a más de 20.000 personas, concluyó que las cuatro fases del proceso de la muerte son comunes para todos.


Elisabeth Kübler-Ross: una vida dedicada a los demás

Elisabeth Kübler-Ross supo desde muy joven que su trabajo en esta vida era aliviar el sufrimiento humano. A través del relato biográfico de esta extraordinaria mujer, nos adentramos en las razones que la llevaron a darse cuenta de este propósito.

Según ella, su vida acabó siendo algo muy distinto a lo que se esperaba de ella. Tendría que haber sido una devota y simpática ama de casa suiza, pero acabó siendo una tozuda psiquiatra, conferenciante y escritora del suroeste de los Estados Unidos. Durante muchos años la persiguió la mala reputación: la acusaron de ser la señora de la muerte y del morir. El hecho de haber dedicado más de tres décadas a investigar la muerte y la vida después de la muerte parece haberla convertido en una experta en el tema, pero, sin duda, la única realidad incontrovertible de su trabajo es la importancia de la vida. Si se vive bien cada día, entonces no hay nada que temerle a la muerte.

Parece que las piezas de la existencia de la doctora no se ensamblan muy bien, pero ella afirmaba que la experiencia le enseñó que las casualidades no existen. Todo lo que nos sucede, si estamos atentos, nos lleva a descubrir nuestro propósito en la vida.

Nació un 8 de julio de 1926 en Meilen, Suiza. Sus padres eran de una familia de clase media alta y ya tenían un hijo, Ernst, cuando nacieron las trillizas. Las tres hermanas iban vestidas igual, recibían los mismos regalos, realizaban las mismas actividades. Las personas reaccionaban ante ellas no como individuos, sino como grupo, lo que afectó al sentido de identidad de Elisabeth, por lo que siempre se esforzó en ser ella misma, aunque ser ella misma no fuese lo más aceptado. Elisabeth relata que este hecho la ayudó a reconocer entre los demás a los que son auténticamente ellos mismos.

Era una de esas niñas a quien le gustaba ir al colegio. De pequeña, cayó en sus manos un libro de una aldea africana que despertó en ella la curiosidad por las distintas culturas del mundo. Estuvo en contacto con la muerte de algunas personas cercanas, lo que le planteó grandes interrogantes. Era una época en la que el mundo necesitaba curación y, muy pronto, la necesitaría aún más. En 1939 la maquinaria bélica nazi estaba comenzando a poner en marcha su fuerza destructora. Nadie sabía muy bien lo que estaba ocurriendo, pero las conversaciones sobre la guerra asustaban e inquietaban. Un buen día, su ahorrativo padre llegó a casa con una radio y, cada día, escuchaban los informes del avance de los nazis en Polonia. Ella estaba a favor de los valientes polacos que arriesgaban su vida para defender su patria, y lloraba por cómo morían mujeres y niños. Si hubiera sido hombre, hubiera ido a luchar en primera línea a favor de los polacos, pero como tan solo era una niña, le prometió a Dios: «Tan pronto pueda, iré a Polonia a ayudar».

En 1942 tenía dieciséis años, era una joven madura y seria, y albergaba pensamientos profundos. En su opinión, su futuro estaba en la Facultad de Medicina. Pero una noche, su padre, que seguía al mando, decidió el futuro para sus hijas y a ella le tocó el de secretaria contable en la empresa familiar. Ella le dejó muy claro que jamás aceptaría semejante condena a prisión. Poseía un carácter inquieto y creativo, y se hubiera muerto sentada en un escritorio. Así es como no le quedó más remedio que irse de casa y hasta logró cumplir con su promesa de querer ayudar.

El 6 de junio de 1944 cambió el curso de la guerra después del desembarco de Normandía. Pronto llegaron a Suiza refugiados de todas partes, traumatizados y en un estado deplorable. En ese entonces, ella trabajaba como ayudante de un doctor que la vio tan absorta y entregada ayudando y atendiendo a los refugiados que le propuso alistarse en una organización internacional de Voluntarios por la Paz. En un mundo donde tantos corazones estaban rotos por falta de humanidad, la idea de la cooperación la encantó. El 7 de mayo de 1945 acabó la guerra, y ella pudo cumplir con su deseo de ayudar. Salió de las seguras murallas de Suiza, y recibió un curso acelerado sobre las tragedias que la guerra había dejado a su paso. Después del mes en que estuvo como voluntaria en Écucery (Francia), le resultó muy difícil, al regresar a Suiza, aceptar la prosperidad y abundancia de su hogar. Así fue como, nuevamente, tiempo después, emprendió el rumbo a Varsovia (Polonia).

Cocinera, albañil y médico

No fue fácil llegar. Trabajó ordeñando vacas, segando el heno hasta reunir el dinero suficiente para viajar hasta Estocolmo (Suecia) y conseguir un visado. En el viaje, conoció a un grupo de médicos que la ayudaron a entrar en Polonia. Su función era la de cocinera; a veces, no había más que una cabeza de pescado para cincuenta personas. Y también como albañil en la construcción de casas y escuelas. Pronto se dieron cuenta de sus dotes como médico y le construyeron una pequeña casa de madera donde atendía a los enfermos y heridos. Así fue como dejó la construcción. Antes de irse de Polonia viajó a Maidanek, uno de los infames laboratorios de Hitler. Sabía a dónde iba, pero verlo fue muy diferente. Las puertas estaban derribadas, pero aún podían verse los restos de su ominoso pasado. ¿Cómo era posible que hombres y mujeres pudieran hacerse esto? Donde se hallaban los presos, podían verse mariposas grabadas en las paredes. ¿Por qué mariposas? Seguro que tenían un mensaje especial, pero ¿cuál? Durante los veinticinco años siguientes, se hizo la misma pregunta y se odió por no encontrar la respuesta. Esa visita era una preparación para el trabajo que le aguardaba.

El regreso a Suiza fue tan peligroso como todo lo que había hecho hasta entonces. En lugar de volver inmediatamente, decidió conocer algo de Rusia. Viajó sola, sin dinero ni visado. Se le acercó una gitana que la invitó a su campamento. Después de haber vivido todo lo que vivió, la calidez de aquel hogar gitano era lo que más necesitaba. Aunque no hablaban el mismo idioma, comprendió que hay un idioma universal, y este es el del corazón. Consiguió llegar a Suiza a través de Berlín escondida en la parte de atrás de un camión, arriesgando su vida nuevamente, pues si era descubierta quizás sería lo último que haría. Ciertamente, volvía a casa transformada, más sabia y más conocedora del mundo.

En el otoño de 1950 se dispuso a hacer lo necesario para ingresar en la Facultad de Medicina. Lo que a muchos les costaba tres años, ella, en un año ya estaba preparada. Cuando estudiaba en la universidad, solía ver al famoso psiquiatra y psicoanalista Jung dando largos paseos por Zúrich. Cuando lo veía, siempre se cambiaba de acera; nunca se atrevió a presentarse, aunque sentía una misteriosa conexión con él. Fue el psiquiatra que más influyó en su posterior trabajo con la muerte y los moribundos.

En 1957 se graduó. Su sueño estaba en ejercer la medicina en la India, entre los más pobres, pero después de fracasar un proyecto, eligió casarse con Emmanuel Ross (con el que más adelante tuvo dos hijos) y un futuro en los Estados Unidos, adonde se trasladó ese mismo año, a Nueva York.

Ella era una persona escéptica en el aspecto religioso, y no sentía curiosidad por descubrir lo que pasaba cuando un ser humano moría, pero algunas observaciones y experiencias le hicieron darse cuenta de que a nivel científico hacía falta una revisión del concepto vida-muerte. Sus métodos no eran siempre los más aceptados y, desde siempre, peligraban sus puestos de trabajo por hacer lo que ella creía conveniente y correcto. Actualmente, la creencia científica en una dimensión más allá de la materia no es ninguna novedad, pero en ese entonces ella se encontró con una ciencia rígida que marcaba los límites de los terrenos explorables. Años después, por lo mismo por lo que la habían criticado tanto, le daban 28 títulos honoris causa en varias universidades. Fue una persona que siempre seguía los dictados de su corazón y hacía lo que consideraba correcto según su conciencia.

Para el moribundo, morir en un hospital era un acontecimiento triste, solitario e impersonal. Para el agonizante y su familia, la muerte era un dolor terrible, y para los médicos, la muerte era un fracaso. A los enfermos terminales se los trataba de una forma inhumana, y estos estaban llenos de miedo. Vivió el caso de una chica de dieciséis años que se estaba muriendo de leucemia. Estaba sola en una habitación, encima de una cama desnuda. A la familia se le impidió la entrada porque no eran horas de visita.

Uno de sus primeros trabajos fue en el hospital estatal de Manhattan, con pacientes esquizofrénicas, los peores trastornos mentales. Las condiciones en que estaban los pacientes desahuciados eran horribles, inhumanas. ¿Qué sabía ella de psiquiatría? Nada. Pero abrió su corazón a la desgracia, la soledad y el dolor de aquellas mujeres. Dos años después, cosechaba el fruto de su esfuerzo y consiguió que se diera el alta al 94% de las pacientes, que salieron a la calle para llevar vidas autosuficientes y productivas fuera del hospital.

La mejor maestra que tuvo en esos días para el nacimiento de lo que se vendría a llamar tanatología fue una mujer negra de la limpieza. La doctora se dio cuenta del efecto que tenía en muchos de sus pacientes más graves cuando la mujer salía de las habitaciones. La señora de la limpieza le explicó: «Verá, la muerte es una vieja conocida, tan solo me acerco a ellos, les toco la mano y les digo: no es tan terrible». Poco después, aquella mujer dejó de dedicarse a la limpieza para convertirse en su primera ayudante. Todas las teorías y toda la ciencia del mundo no pueden ayudar tanto como un ser humano que no teme abrir su corazón a otro.

¿Es así como quiero vivir?

¿Realmente es así como quiero vivir mi vida? Todos nos hemos hecho esta pregunta en algún momento. El problema no es que la vida sea corta, sino que a veces tenemos una tardía percepción de lo que realmente importa. En su libro Lecciones de vida, la doctora comparte algunos relatos conmovedores, como el de una mujer que se dirigía a pasar un fin de semana con unos amigos en el desierto. Sabía que había tráfico, pero deseaba salir de Los Ángeles. Los coches iban a gran velocidad por la autopista cuando de repente se dio cuenta de que enfrente de ella había un paro en cadena. Frenó a tiempo, pero se vio por el retrovisor que el conductor del coche de atrás estaba despistado y pronto iban a colisionar. Sucedió en fracciones de segundo. En ese preciso instante, se vio a sí misma aferrada al volante y con gran rigidez. Se dio cuenta de que así es como había estado viviendo, rígida, aferrada a la vida, olvidándose de tantas cosas importantes. En aquel instante se relajó y se entregó a la vida y a la muerte. El resultado fue un milagro, como explicaría el médico que la atendió. Salió ilesa y disparada por el cristal frontal mientras su coche quedaba plegado como un acordeón. Esta experiencia la obligó a revisar su vida.

En los hospitales, la doctora Kübler-Ross observó que los pacientes, instantes antes de morir, se relajaban, incluso aquellos que se habían rebelado contra su propia muerte. Otros, al acercarse su final, parecían tener experiencias muy claras con seres queridos ya fallecidos y hablaban con personas que ella no podía ver. Prácticamente en todos los casos, la muerte iba precedida de una particular serenidad. ¿Y después? Si ya no estaban, ¿cómo podía saber lo que ocurría? ¿En qué forma se va la vida? ¿A dónde va, si es que va a alguna parte? ¿Qué experimenta la persona en el momento de morir? En cierto modo, y veinticinco años después de haber pasado por el terrible campo de concentración de Maidanek, comprendió el porqué de las mariposas dibujadas en las paredes:

«Abandonamos nuestro cuerpo, que aprisiona nuestra alma, al igual que el capullo de seda encierra la futura mariposa. Libres como una bellísima mariposa, regresamos a nuestro hogar».

Poco después de comprender esto, le presentaron en el hospital a la señora Schwartz. Esta señora fue la primera muerte clínica temporal de la que tenían noticia. La señora Schwartz había tenido varias experiencias cercanas a la muerte. Su conmovedora historia fue compartida con los estudiantes de medicina de la Universidad.

Después de este suceso, se inicia la investigación en profundidad de lo que ocurre después de la muerte. El reverendo Gaines y ella decidieron convertirse en detectives. La intención era entrevistar a veinte personas que hubieran sido reanimadas después de que la falta de signos vitales indicara que habían muerto. Uno por la vía religiosa, y Kübler- Ross, por la vía científica. Si su corazonada era correcta, pronto se abriría una faceta totalmente nueva.

Los relatos de las personas que habían tenido experiencias cercanas a la muerte brotaban a raudales. Encontraban, por fin, a alguien que los escuchaba sin considerarles locos o fantasiosos. Una señora, que había quedado ciega a raíz de una explosión en un laboratorio hacía diez años, ahora podía volver a ver; sin embargo, después de que la reanimaran, perdió nuevamente la vista. Una niña enferma relató a su padre que había estado en un lugar de gran paz y amor, pero hubo una cosa que le extrañó, y es que la abrazó un niño que decía ser su hermano. Su padre se echó a llorar porque la niña no sabía que, poco antes de nacer ella, tenían otro hijo que murió también.

Filosofía de la muerte

La investigación que llevaba a cabo sobre la vida después de la muerte cogió un impulso imparable. Durante los primeros años de la década de los 70, entre el doctor Mwalimu y ella entrevistaron a más de 20.000 personas. Hasta ese entonces ni ella misma había creído en una vida después de la muerte, pero todos estos casos la convencieron de que no eran alucinaciones ni coincidencias.

Las conclusiones indican el paso por diferentes fases.

En una primera fase, afirma que las personas salen flotando de su cuerpo. Es como la mariposa que se desprende de su capullo. Se sabe lo que ocurre alrededor, se escuchan conversaciones, se perciben los pensamientos. También se experimenta la salud total. Por ejemplo, una persona ciega ahora puede volver a ver.

La segunda fase la describe como espíritu-energía. Ningún ser humano muere solo. En esta fase se encuentran con guías o seres, los que de pequeños solíamos llamar ángeles de la guarda, que luego olvidamos, que los llevan ante la presencia de familiares y amigos ya fallecidos.

En la tercera fase se entra, por lo general, como en un túnel o una puerta de paso. Con la energía psíquica se recrea el lugar más hermoso o simbólico: el mar, los Alpes suizos, un lago… En esta fase los envuelve una gran luz que ninguno puede explicar; algunos dicen que es Buda; otros, Jesús, Mahoma…, pero todos coinciden en sentir un amor incondicional.

En la cuarta fase se encuentran en presencia de la fuente suprema, Dios, el Absoluto… En este estado, la persona hace una revisión de su vida. Se le hace comprender el motivo de todos sus pensamientos, decisiones, actos y de qué manera estos han afectado a otros, incluso a desconocidos. Ve cómo podía haber sido su vida, toda la capacidad en potencia que poseía, se le hace ver que las vidas de todas las personas están interrelacionadas, entrelazadas. Se le pregunta a la persona: ¿qué servicios has prestado? ¿Cuánto has sido capaz de dar a los demás? Esta es la pregunta más difícil de contestar. Ahí descubren si han aprendido las lecciones, de las cuales la principal y definitiva es el amor incondicional.

La vida es nuestra responsabilidad

Kübler-Ross nos explica que el peor acompañante en el lecho de los moribundos es la culpa. La culpa de no haber hecho lo que se debía o sentía realmente, de no haber perdonado, de no haber sido perdonados. Trabajó en hospitales con niños enfermos y, para ella, los niños eran incluso mejores maestros que los mayores. Los niños no han acumulado capas y capas de asuntos inconclusos, no tienen una vida de relaciones deterioradas, ni un currículum vitae de errores. Tampoco se sienten obligados a fingir que están bien. Dicen exactamente lo que necesitan para estar en paz.

Jeffy era un niño de nueve años, que padecía una afección en el sistema nervioso central. Estaba muy débil y sin pelo debido a la quimioterapia. La doctora supo con tan solo una mirada que este niño había dejado de luchar. Sus padres, que lo amaban, aceptaron su decisión de salir del hospital e ir a casa para morir. La doctora los acompañó con la certeza de que ese niño quería acabar con un asunto pendiente. Al llegar a casa, le pidió a su padre que le bajara la bicicleta que durante años había estado colgada en el garaje y que, por favor, le pusiera las ruedecillas de apoyo. Imaginémonos la humildad que tiene que tener este niño para pedir esto con nueve años. El niño, que se disponía a dar la vuelta a la manzana, le dio la orden a la doctora de aguantar a su madre, mientras el padre aguantaba a la doctora también. Esos minutos en que perdieron al niño de vista les parecieron una eternidad, pero cuando vieron a Jeffy regresar, parecía el hombrecito más orgulloso y victorioso que habían visto jamás. Dos semanas después, la madre de Jeffy llamó a la doctora para explicarle que el niño había fallecido, pero también para contarle cómo acabó la historia ese día. Cuando regresó del cole Douggy, el hermano pequeño de Jeffy, quiso hablar con él en privado y en secreto. Douggy sabía que no iba a estar por Navidades y Jeffy quería regalarle a su hermano pequeño su tan querida bicicleta, pero con una sola condición: ¡que jamás usaría esas malditas ruedas de apoyo!

A lo largo de su fructífera vida, Elisabeth Kübler-Ross aportó, sobre todo a las sociedades occidentales, una renovada perspectiva de la muerte y del proceso de morir. Trabajó incansablemente para acompañar a las personas a afrontar la muerte con dignidad y sosiego. Luchó por humanizar el trato del personal sanitario en los hospitales. Fue autora de numerosos libros que ayudan a comprender el proceso de morir y la importancia de vivir bien. Describió las fases del duelo ante una pérdida y dio consuelo en este proceso. Fue y es la inspiradora e impulsora del movimiento de cuidados paliativos y grupos de duelo. A principios de los noventa, ayudó a sensibilizar a la sociedad sobre la problemática de una nueva enfermedad: el sida. Se especializó en ofrecer talleres donde las personas vivían procesos catárticos y de sanación. En estos, podían externalizar su negatividad para resolver heridas personales y superarlas.

En los últimos años de su vida sufrió varias apoplejías que la mantuvieron inválida en una cama durante años. Aun así, siguió concediendo entrevistas y aprendiendo de las últimas lecciones que la vida le tenía preparadas, hasta que, a los setenta y ocho años, hizo su transición, que es así como le gustaba llamar a la muerte, rodeada de sus seres queridos.

La muerte es un viaje. ¿Qué hacemos cuando nos vamos de viaje? Preparamos las maletas. Habría entonces que prepararse para la muerte. Si nosotros nos preparamos durante toda la vida reafirmando nuestra espiritualidad, tratando de tener bondad y altura de corazón, estaremos preparados cuando llegue nuestra hora.

Bibliografía

La rueda de la vida. E. Kübler-Ross. Ed. S.A. EDICIONES B.

Lecciones de vida. E. Kübler-Ross. Ed. Luciérnaga.

La muerte: un amanecer. E. Kübler-Ross. Ed. Luciérnaga.

Sobre la muerte y los moribundos. E. Kübler-Ross. Ed. Luciérnaga.

Los niños y la muerte. E. Kübler-Ross. Ed. Luciérnaga.

Vivir hasta despedirnos. E. Kübler-Ross. Ed. Luciérnaga.

Vida después de la vida. Raymon Moody. Ed. EDAF.

http://www.revistaesfinge.com/filosofia/corrientes-de-pensamiento/item/572-71vida-de-elisabeth-kuebler-ross-experiencias-al-borde-de-la-muerte

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