Germaine Tillion, la verdad sin odio
Germaine Tillion fue una figura destacada en la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial. Etnóloga y viajera, su afrán por comprender al ser humano y su amor insobornable por la verdad la llevaron a profundas reflexiones sobre sus experiencias como presa en un campo de concentración y como observadora en diferentes conflictos internacionales. Murió con 101 años.
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Germaine Tillion fue una resistente francesa que sobrevive a la Segunda Guerra Mundial; muere en 2008 a los 101 años de edad.
Crece en el seno de una familia francesa tradicional. Sus valores: patriotismo republicano y fe cristiana.
Estudia etnología y se familiariza con las costumbres de sociedades premodernas. Poco politizada, su carácter la lleva a relacionarse con personas muy diferentes y de ideologías diversas, de izquierdas y derechas.
En 1933 descubre el nazismo en un viaje a la Universidad de Könisberg, y considera que las doctrinas racistas que difunde la universidad son una estupidez totalmente execrable. Tampoco siente simpatía por el comunismo soviético, al que sabe ya responsable del exterminio por hambruna en Ucrania.
De 1934 a 1940 está en el Aurés argelino, donde vive con el pueblo de los chaouis. El destino la lleva a Francia justo en el momento de la debacle, cuando el ejército francés retrocede en todos los frentes y la República se hunde. Petáin entrega Francia… De Gaulle, en Londres, continúa la lucha. Ni por un segundo duda hacia dónde tienden sus preferencias: «Era absolutamente necesario hacer algo».
Le impresiona ver a su alrededor los preparativos para la guerra, que contrastan con la despreocupación francesa al respecto, y las fanfarronadas del estilo «Venceremos porque somos los más fuertes», no la tranquilizan. Tiene miedo por la patria. Ella misma califica sus sentimientos patrióticos de primarios. Cuando décadas después reflexiona sobre su pronto compromiso, constata con escrupulosa preocupación por la verdad, que su gesto era amor a la patria, que le gustaría decir que tenía conciencia de la nocividad de Hitler, pero era la agresión a su país lo primero que la movió a la lucha.
Ayuda a crear la red de resistencia, acogiendo a soldados prófugos, organiza evasiones, aloja a paracaidistas ingleses, consigue papeles falsos, difunde llamadas a la insumisión. Pero en todas estas acciones aparece la segunda causa que guiará sus acciones a lo largo de toda su vida: «No queremos bajo ningún motivo sacrificar la verdad a la patria, queremos salvarla sin sacrificar nunca la verdad».
Su sufrimiento se agrava al sentirse responsable de lo que les sucede a los demás, aquellos que son torturados y condenados a muerte porque la escucharon y se sumaron a la insumisión. Confiesa después de la guerra: «Aunque no participé en acciones terroristas, mentalmente estaba de acuerdo con ellas, y les hubiera ofrecido mi apoyo si se hubiera presentado la ocasión».
En agosto de 1942 un traidor que se ha introducido en su red, la denuncia y la detienen. Seguirá resitiendo en prisión, pero pasa a ser una resistencia interna que consiste en mantener los principios que uno se da a sí mismo para no perder la dignidad. También comparte con otros prisioneros comida o noticias, ambas de igual importancia en esa situación.
Y surge la principal característica de su resistencia: el humor; lo considera una condición para seguir existiendo. El humor, la capacidad mental de reírse de lo que te rodea, el humor nos da distancia, una separación de la situación que provoca el dolor. En respuesta a su acta de acusación, que incluye cinco motivos para condenarla a muerte, redacta una carta hilarante dirigida al tribunal que la juzga, en la cual rechaza todas las acusaciones fingiendo ignorancia o incomprensión, y a la vez cita obras literarias, canciones y anécdotas. De esta manera hace que su cuerpo esté prisionero, pero que su miedo no aprisione su mente. Dice: «Es indispensable imponernos una severa disciplina mental. Debemos desconfiar de la desesperación, del entusiasmo, del odio».
Le tortura pensar que todos sus conocidos están bajo sospecha, pero después de seis meses de angustia vive una experiencia extraña: «profunda tranquilidad de poder liberarme del odio y obsesión por los crímernes de los alemanes». No quiere decir que los condene menos o no tenga sentimiento patriótico, pero consigue superar el maniqueísmo que elimina de la humanidad a nuestros enemigos.
En la cárcel, mediante el contacto cotidiano entre presas y vigilantes, esta sensación contagia a las últimas, quizás porque es difícil odiar a quienes ves sufrir todos los días. Constató que las vigilantes alemanas de Fresnes no las odiaban.
Tras catorce meses, la envían al campo de Ravensbruck, mucho más duro. Debe reunir todas sus fuerzas para no perder el deseo visceral de vivir, que era la antesala segura para la muerte en los campos de concentración. A ella lo que la mantiene con visión de futuro es dar testimonio del nivel de envilecimiento en que cayó uno de los países civilizados, pero no para vengarse, sino para impedir que vuelva a pasar.
Resiste de diferentes maneras: evitando trabajar para no ayudar a los nazis, resiste para no sucumbir a la idea de que el hombre es un lobo para el hombre, instituye la coalición de la amistad, primero ayudando a personas cercanas. Una de las ayudas es establecer distancia entre la mente y lo que sucede. Como etnóloga, estudia el campo de concentración y ofrece a las prisioneras una especie de conferencia científica para entender lo que ocurre y cómo sobrevivir. Pensar lúcidamente da serenidad y fuerza. Y el resultado fue visible; sus antiguas compañeras confirmaron años más tarde el efecto beneficioso y protector de Germaine. Dicen: «Nos diste conocimiento, y con él podíamos luchar».
Y resiste escribiendo una de las obras más singulares surgidas en un campo de concentración, fruto de su humor: una opereta-revista, le Verfurbar aux enfers. Es la vida en la prisión parodiada. Los diálogos están interrumpidos por canciones que toman prestada la melodía del repertorio que todas conocían: marchas militares, canciones de cabaret… crean la distancia; ella y sus compañeras, no solo son víctimas, son observadoras. Representan la obra de teatro para ellas, vestidas con harapos, pero se comportan como vedettes, agotadas pero bailan cancán, hablan de forma refinada, y aunque están famélicas y feas, se llaman las girls…
Pero la tragedia sigue; su madre es detenida por complicidad en las actividades ilegales de su hija. Durante un tiempo están en la misma cárcel. En marzo de 1945, la madre termina en la cámara de gas. El sufrimiento de la hija, impotente, es inenarrable.
Sale del campo en abril de 1945. El periodo siguiente es de los peores de su vida, dominada por un cansancio absoluto y una lúgubre desesperación: sus amigos, fusilados; sus seres queridos, muertos en los campos de concentración.
Y ya no es creyente, el Dios omnipotente cristiano no es compatible con tanto horror.
Además, el causante, el pueblo alemán… era de los más cultivados del mundo, amante de la filosofía, la literatura y la música, pero eso no le impidió cometer las peores atrocidades, y lo mismo con aquellos que lo permitieron en Francia y les acogieron. Tampoco eran incultos. Entonces, ¿la ciencia, la cultura, la educación no sirven para nada? Tillion no puede admitirlo.
Esa fue una de sus mayores resistencias, la resistencia al odio, a la desesperación, al desencanto. Diferenciando al crimen del criminal, asiste al juicio de los vigilantes de los campos, sueña con una justicia despiadada contra el crimen y compasiva con el criminal. Les observa y les ve buscando con la mirada a sus gentes queridas. Germaine se enfrenta a sí misma: «Los odio y me dan pena. Decir que Himmler era un monstruo sería tranquilizador. Pensar que era un mediocre arribista es mucho más inquietante, porque de esos hay muchos».
Describe los horrores nazis siempre ajustada a la verdad, y menciona también el calvario del pueblo alemán. Decía: «Durante la guerra caí en la tentación de decir “ellos han hecho esto, nosotros no lo haríamos”. Hoy no lo creo y estoy convencida de que no existe pueblo que pueda librarse de un desastre moral colectivo. Desde entonces no he dejado de limpiarme las gafas para mirar».
Un episodio tardío ilustra su integridad. En un juicio en 1950 dos vigilantes son acusadas de haber decapitado con un hacha a presas, pero es una pura invención. Y Germaine testifica su favor, dice: «Tenemos que decir la verdad, aun cuando nos cueste».
Después de la guerra participa en comisiones de investigación sobre los campos de concentración comunistas. Se lo critican y ella considera que debe hacer por los ciudadanos de la URSS lo mismo que haría por los franceses.
Diez años después de finalizada la Segunda Guerra Mundial empieza otra insumisión, la guerra de Argelia.
Va como observadora para aconsejar posibles salidas al conflicto. En una primera fase, ve la situación deplorable tanto económica como socialmente. Ve como causa del conflicto la pauperización. La colonización ha aportado vacunas que han hecho caer la mortalidad infantil, pero la tierra no puede alimentar a todos esos niños; los campesinos se van a las ciudades, pero no están preparadas y caen en la miseria. Germaine quiere crear centros sociales para niños y niñas, con adultos para que les enseñen a cultivar, medicina, tecnologías. Una formación profesional que les habilite para la supervivencia.
Pero las posiciones de Tillion evolucionan, y cuando los poderes de la policía son transferidos al Ejército, empieza una represión brutal de la revuelta y hay un estallido de odio, torturas por parte del Ejército, terrorismo indiscriminado por parte de los argelinos. Se da cuenta de que ahora son los argelinos los que resisten a Francia, se han girado los papeles. Constata que no hay que creer en las razones que esgrimen ambos bandos porque la violencia pasada justifica la contraviolencia. De este conflicto y sus reflexiones y experiencias surge el libro Enemigos complementarios. La inmemorial ley del talión sigue regulando los comportamientos, y es una escalada sin fin. Los que quieren conversar son llamados traidores.
Tillion escapa por poco de la quema, ella huye de toda lealtad a un grupo que le haría transigir con la verdad y la justicia. Reivindica la fidelidad a los amigos, a personas individuales, y a la humanidad. La historia continúa y se repite. En 2014 los palestinos, desesperados, califican al presidente que busca una solución pacífica con Israel de traidor.
Su solución es no elegir: «Me niego a matar a uno para salvar al otro». Eligió salvar a todos los que pudo, argelinos y franceses de todas las opiniones. No matar, no torturar. Por lo tanto, la insumisión que se debe buscar ya no se sitúa entre dos fuerzas enfrentadas sino dentro de uno.
Una lección que saca de esta guerra es que debemos resistir a la barbarie que se apodera de nosotros cuando queremos llegar a toda costa al objetivo que perseguimos. Los que sufren no son las causas ni los proyectos, son las personas. Se dedica a proteger a los individuos; esto la separa de muchos: «Defendí a personas que ellos no hubieran defendido». Decide no oponerse ni a Francia ni a Argelia, sino a las fuerzas intolerantes y extremistas de ambos bandos. Para ella el único horizonte es la política de la conversación, sentarse en una mesa, mirarse a los ojos, dirigir la palabra al otro, luego, escucharlo, apostar por entenderse. Comparado con la victoria militar de un bando sobre otro, este proceso es lento, de resultados inciertos, pero las soluciones conseguidas por consenso son más prometedoras.
Sabía de la vertiente atroz de la humanidad, pero no cayó en la tentación de buenos y malos. Quiso considerarse responsable, porque somos corresponsables si nos desentendemos. La simpatía de la que habla tiene mucho de compasión cristiana o budista.
Toda su vida le preocupó que en la cárcel hubiera buenas condiciones. Gracias a sus intervenciones y sus peticiones, hoy en día en Francia se puede salir de la cárcel con un doctorado.
No quería que encerraran a las personas sin necesidad: en 1998 Papón, uno de los funcionarios de Vichy, fue condenado a cárcel. No estaba de acuerdo, ella prefería erradicar el crimen, no al criminal. El objetivo de la justicia es protegernos de los peligros, no castigar errores pasados, es impedir el delito, logrado este objetivo no es necesario encarcelar. Debemos condenar la tortura, no las personas.
Critica la pena de muerte y la actitud irresponsable de los que impiden que se limiten los nacimientos. Toda su vida siguió siendo una lucha contra toda esclavitud, como el matrimonio forzoso de la mujer, y denunció la tortura ahí donde estuviese hasta su muerte en el año 2008.
Bibliografía
Tzvetan Todorov. Insumisos. Editorial Galaxia Gutenberg.